Sobre la novela (24). Virginia Woolf y el modernismo anglosajón
"A writer's diary" (Diario de una escritora), libro que contiene extractos del diario personal que Virginia Woolf (1882-1941) llevó desde el momento en que publicó su primera novela -"The voyage out" (Fin de viaje)- hasta la fecha de su muerte, muestra a la novelista y crítica británica en plena tarea literaria, contemplando el mundo, analizándose a sí misma y esclareciendo los motivos que la llevaron a romper los moldes narrativos heredados de la novelística inglesa anterior a su época. "Me gustaría escribir no sólo con los ojos sino con la mente, y descubrir las cosas reales detrás de lo visible" escribió Woolf, poniendo así de manifiesto su intención de lograr la transformación de la novela, desarrollando en cada obra una escritura diferente e innovando en la exploración de las estructuras narrativas clásicas que subordinaban a los personajes y sus acciones al argumento general de la novela. "Argumento, verosimilitud, género, trama: ¿es así la vida? -se pregunta-. ¿Deben ser así las novelas?". En 1919 con "Night and day" (Noche y día) y, tres años después, con "Jacob's room" (El cuarto de Jacob), Woolf se introdujo de lleno en su experimentación estilística utilizando el recurso del monólogo interior, a veces desplazándolo de un personaje a otro, con el afán de resaltar lo indefinible de la personalidad humana, o basándose en las reflexiones de cada personaje para llegar a conocer el desarrollo de la trama de la novela. "Lo que tengo que decir debo decirlo de una forma, y esa forma no es la línea recta. Simplemente porque las cosas no ocurren así en la mente". En los primeros años del siglo XX, dentro del contexto de la renovación de la prosa dada por las innovaciones vanguardistas, Inglaterra contaba con una pequeña pero sostenida familia de escritoras como Dorothy Richardson (1873-1957), Edith Hull (1880-1947), Ivy Compton-Burnett (1884-1969) o Edith Sitwell (1887-1964), pero en las creaciones de Woolf hubo un sello original que la distinguió entre todas ellas. Sus siguientes novelas -escritas en los años '20- "Mrs. Dalloway" (La señora Dalloway), "To the lighthouse" (Al faro) y "Orlando" cimentaron su originalidad literaria y recibieron entusiastas elogios de la crítica. De todas maneras, su producción ensayística superó, en número, en gran medida a su obra de ficción. Como escritora experimental que fue, Woolf se afanó en la búsqueda de su propio método, un método menos rígido y formal que el utilizado por los ilustrados victorianos que escribían crítica literaria por entonces. Sus ensayos, escritos "a modo de una conversación", estaban dirigidos no al erudito literario sino al lector común y corriente, ese "que lee por amor a la lectura, lenta y no profesionalmente". Así se sucedieron, entre otros, "Modern fiction" (La narrativa moderna), "The common reader" (El lector común), "Women and writing" (Las mujeres y la literatura), "Life and the novelist" (La vida y el novelista) y "A room of one's own" (Un cuarto propio), los que le otorgaron un pertinente reconocimiento como crítica literaria. En los fragmentos que siguen, tomados de estas obras, Woolf refleja sus preocupaciones estilísticas, culturales y epistemológicas; medita sobre los problemas de la relatividad cultural en relación a los desafíos presentes en la lectura de literaturas extranjeras; y expone sus puntos de vista sobre la ética en la literatura rusa. Todo ello dentro del contexto del modernismo en boga en la Inglaterra de comienzos del siglo XX.
ENSAYOS SOBRE LA NOVELA (FRAGMENTOS)
La vida y el novelista. El novelista -esto lo distingue y lo pone en peligro- se encuentra terriblemente expuesto a la vida. Otros artistas se apartan, al menos parcialmente. Se encierran por semanas, solos con un platón de manzanas y una caja de pinturas, o con un rollo de papel pentagramado y un piano. Cuando resurgen, es para olvidarse de todo y distraerse. Pero el novelista nunca olvida y rara vez se distrae. Llena el vaso y enciende el cigarrillo y, es de suponer, goza todos los placeres de la charla y de la mesa, aunque siempre con la sensación de que la materia de su arte lo está estimulando, está influyendo sobre él. El gusto, los sonidos, el movimiento, unas cuantas palabras aquí, un gesto allá, un hombre que entra, una mujer que sale, incluso el auto que pasa por la calle o el mendigo que chancletea por el pavimento, y todos los rojos y los azules y las luces y las sombras de una escena exigen su atención y despiertan su curiosidad. Le es tan imposible dejar de recibir impresiones como al pez en medio del océano impedir que el agua pase por sus agallas. Pero si tal sensibilidad es una de las condiciones de la vida de novelista, es obvio que todos los escritores cuyos libros sobrevivieron han sabido cómo dominarla y ponerla al servicio de sus propósitos. Han terminado el vino, pagado la cuenta y se han retirado, solos, a alguna habitación solitaria donde, entre labores y pausas, en agonía (Flaubert), luchando, apresurándose, tumultuosamente (como Dostoievsky), han dominado sus percepciones, las han endurecido, las han cambiado en las texturas de su arte. Tan extremo es el proceso de selección, que en su etapa final solemos no encontrar huellas de la escena real que sirvió de base al capítulo. Porque en esa habitación solitaria, cuya puerta intentan abrir todo el tiempo los críticos, suceden procesos de la condición más extraña. La vida queda sujeta a mil disciplinas y ejercicios. Se la curva, se la mata. Se la mezcla con esto, se la espesa con aquello, se la contrasta con algo más. De modo que, cuando un año más tarde recibimos nuestra escena en el café, han desaparecido los signos de superficie por los cuales la recordamos. Emerge de la niebla algo desnudo, algo formidable y perdurable, la carne y la sangre sobre las cuales se fundó nuestro impulso de emoción indiscriminada. De los dos procesos el primero -recibir impresiones- es sin duda el más fácil, el más sencillo, el más placentero. Y es del todo posible, siempre y cuando se tenga el don de un temperamento lo bastante receptivo y un vocabulario suficientemente rico, satisfacer sus demandas, fabricar un libro con base tan sólo en esa emoción preliminar. Tres cuartas partes de las novelas que hoy aparecen están confeccionadas de experiencias, a las cuales no se ha aplicado ninguna disciplina, excepto el freno moderado de la gramática y los rigores ocasionales de la división en capítulos. Puede el autor sentarse y observar la vida y componer su libro de la espuma y la efervescencia mismas de sus emociones; o puede posar el vaso, retirarse a su habitación y sujetar su trofeo a esos procesos misteriosos mediante los cuales la vida, como el abrigo chino, es capaz de sostenerse por sí misma... una especie de milagro impersonal. Pero en cualquiera de los dos casos se enfrenta a un problema que no aflige en el mismo grado a quienes trabajan en cualquier otro arte. De modo estridente, clamoroso, la vida ruega siempre ser la meta adecuada de la narrativa, y que cuánto más se vea de ella y de ella se capte, mejor será el libro. Sin embargo, no agrega que es bastamente impura; ese aspecto que sobrevuela por encima de todo suele carecer, para el novelista, de todo valor. La apariencia y el movimiento son las trampas que la vida muestra para hacerlo perseguirla, como si fueran su esencia y, capturándolas, llegara a su meta.
Esto me regresa a la cuestión con que empecé: la relación del novelista con la vida y en qué consiste. Que se encuentra terriblemente expuesto a la vida lo prueba, una vez más, "A deputy was king" (Un diputado fue rey). ¿Es esta novela de la señorita Gladys Bronwyn Stern, otro ejemplo de este tipo de escritura? ¿Se llevó el material a su soledad o no es ni esto ni aquello, sino una mezcla incongruente de lo suave y lo duro, de lo transitorio y lo perdurable? Este tipo de obra exige gran destreza y ligereza, a más de que satisface un deseo real. Conocer los márgenes de los tiempos que se viven, su modo de vestir y de bailar y sus frases de moda, tiene un interés e incluso un valor del que carecen las aventuras espirituales de un cura o las aspiraciones de una maestra altiva, por solemnes que sean. Bien pudiera argüirse, además, que dedicarse a la multitudinosa danza de la vida moderna, a modo de producir la ilusión de realidad, exige una habilidad literaria mucho más elevada que el escribir un ensayo serio sobre la poesía de John Donne o las novelas de Proust. Así, el novelista que es esclavo de la vida y cocina sus libros de la espuma del momento, está haciendo algo difícil, algo que place, algo que, si por allí va su mente, hasta puede instruir. Pero su obra pasa tal y como pasa el año 1921, como pasa el fox-trot y al cabo de tres años parece tan zafio y opaco como cualquier moda que cumplió su propósito y desapareció. Por otro lado, retirarse al estudio temeroso de la vida es igual de fatal. Cierto que pueden manufacturarse en esa quietud imitaciones plausibles de Joseph Addison, por decir alguien, pero son tan frágiles como el yeso e igual de insípidas. Para sobrevivir, cada oración debe tener, en su núcleo, una chispita de fuego y ésta, no importando el riesgo, debe arrancarla el novelista con sus propias manos de la fogata. Por tanto, su situación es precaria. Debe exponerse a la vida; debe arriesgar el peligro de verse extraviado y engañado por sus falsedades; debe arrebatarle su tesoro y dejar que su basura se vuelva desperdicio. Pero en un cierto momento habrá de abandonar toda compañía y retirarse, solo, a ese cuarto misterioso donde su cuerpo se endurece y se modela en algo permanente mediante procesos que, si bien eluden al crítico, para él tienen una profunda fascinación. La narrativa moderna. Cuando se hace cualquier revisión, no importa cuán suelta e informal sea, de la narrativa moderna, es difícil no llegar a la conclusión de que la práctica moderna de este arte es, de alguna manera, una mejora respecto a la anterior. No escribimos mejor. Lo que puede afirmarse que hacemos es seguir moviéndonos, si ahora un poco en esa dirección, luego en esa otra, pero con una tendencia a lo circular si se examina el trazo de la pista desde una cima suficientemente elevada. La decisión queda al historiador de la literatura; a él corresponde informar si nos encontramos al principio, al final o en medio de un gran periodo de narrativa en prosa, porque desde la llanura poco es visible. Tan sólo sabemos que nos inspiran ciertas gratitudes y hostilidades; que algunas sendas parecen conducir a tierra fértil y otras al polvo y al desierto. Acaso valga la pena alguna exploración de esto último. Tras admitir la vaguedad que aflige a toda crítica de novelas, arriesguemos la opinión de que para nosotros, en este momento, la forma de narrativa más en boga falla más a menudo de lo que asegura el objeto que buscamos. Lo llamemos vida o espíritu, verdad o realidad, esto, el objeto esencial, se ha desplazado o avanzado y se rehúsa a verse contenido en las vestimentas mal cortadas que le proporcionamos. No obstante, con perseverancia, conscientemente, seguimos construyendo nuestros treinta y dos capítulos de acuerdo con un diseño que cada vez falla más en parecerse a la visión que tenemos en la mente. Demasiada de esa enorme labor de explorar la solidez, la imitación de vida, de la historia es no sólo trabajo desperdiciado sino mal colocado, al grado de que oscurece y hace borrosa la luz de la concepción. El escritor no parece constreñido por su propio libre albedrío, sino por algún tirano poderoso y sin escrúpulos que lo tiene en servidumbre para que proporcione una trama, para que aporte comedia, tragedia, amor, interés y un cierto aire de probabilidad, que embalsame el todo de modo tan impecable que si todas las figuras adquirieran vida, se encontrarían vestidas hasta el detalle último con sus sacos a la moda. Se obedece al tirano, se fabrica la novela hasta el menor detalle. Pero a veces, y más a menudo según pasa el tiempo, sospechamos que hay una duda momentánea, un espasmo de rebelión, según se van llenando hojas del modo acostumbrado. ¿Es así la vida? ¿Deben ser así las novelas? Mírese al interior y la vida, al parecer, se aleja mucho de ser "así".
No estamos solicitando tan sólo valor y sinceridad, sino sugiriendo que la materia adecuada de la narrativa es un tanto diferente a lo que quiere hacernos creer la costumbre. En cualquier caso, es de alguna manera parecida a ésta que buscamos definir la cualidad que distingue a la obra de varios escritores jóvenes, el señor James Joyce el más notable entre ellos, de aquella de sus predecesores. Intentan acercarse más a la vida, preservar con mayor sinceridad y exactitud lo que les interesa y conmueve, incluso si para lograrlo hayan de descartar la mayoría de las convenciones que suele observar el novelista. Registremos los átomos según caen sobre la mente en el orden en el cual caen, establezcamos el patrón, no importa cuán desconectado e incoherente en apariencia, que cada visión o incidente imprima en la conciencia. No demos por sentado que la vida existe con mayor plenitud en aquello comúnmente pensado grande que en lo comúnmente pensado pequeño. Cualquiera que haya leído "Portrait of the artist as a young man" (Retrato del artista adolescente) o lo que promete ser una obra mucho más interesante, el "Ulysses" (Ulises), que en este momento aparece en la "Little Review", arriesgará una teoría de tal naturaleza respecto a la intención del señor Joyce. Por nuestra parte, con sólo un fragmento así frente a nosotros, antes lo suponemos que lo afirmamos. Pero no importa cuál sea la intención del todo, no hay duda que muestra una sinceridad máxima y que el resultado, por difícil o desagradable que lo juzguemos, es innegablemente importante. Si lo que deseamos es la vida misma, aquí la tenemos sin duda. De hecho, nos encontramos andando a tientas con bastante torpeza cuando intentamos decir qué más deseamos, y por qué razón una obra así de original no se compara, pues debemos ir a ejemplos elevados, con "Youth" (Juventud) o "The Mayor of' Casterbridge" (El alcalde de Casterbridge). Fracasa debido a la pobreza relativa de la mente del escritor, pudiéramos conformarnos con decir para acabar con el asunto. Pero cabe el presionar un poco más y preguntarse si no nos estamos refiriendo a nuestra sensación de estar en una habitación brillante pero estrecha, confinados y ahogados, antes que enriquecidos y liberados; a cierta limitación impuesta por el método a la vez que con la mente. ¿Será el método el que inhiba el poder creador? ¿Se deberá al método que no nos sentimos joviales ni magnánimos y sí centrados en un yo que, a pesar de sus temblores de susceptibilidad, nunca abarca o crea lo que está fuera de él y a la distancia? Cualquier método sirve, sirve cualquier método que exprese lo que deseemos expresar si somos escritores, que nos acerque más a la intención del escritor si somos lectores. Este método tiene el mérito de acercarnos más a lo que estamos dispuestos a llamar la vida misma. ¿No sugirió la lectura de "Ulises" cuánto de la vida queda excluido o ignorado? ¿No vino tal idea con un sacudimiento al abrir el "Tristram Shandy" y el "Pendennis" y vernos convencidos no sólo de que hay otros aspectos de la vida, sino que encima de todo son más importantes? Sea como fuere, el problema al que hoy día se enfrenta el novelista, como suponemos que ocurrió en el pasado, es ingeniar medios para ser libre de asentar lo que elija. Debe tener el valor de decir que su interés no está ya en "esto" sino en "aquello", y sólo de ese "aquello" debe construir su obra. Es muy probable que para los modernos "aquello", el punto de interés, se encuentre en las partes oscuras de la psicología. Por tanto y de inmediato, el acento cae en un punto un tanto diferente; el subrayado va a algo hasta el momento ignorado; de inmediato es necesaria una forma de bosquejo distinto, difícil de asir por nosotros, incomprensible para nuestros predecesores. Nadie sino un moderno, tal vez nadie sino un ruso, habría sentido el interés de la situación que Chejov transformó en el cuento llamado "Gusev". Algunos soldados rusos yacen enfermos a bordo de un barco que los regresa a su patria. Se nos dan unos cuantos fragmentos de su charla y algunos de sus pensamientos; la plática continúa entre los otros por un tiempo, hasta que Gusev muere y, parecido "a una zanahoria o un rábano", es lanzado al mar. El subrayado aparece en lugares tan inesperados, que de principio se diría que no hubiera ningún subrayado; pero entonces, según los ojos se acostumbran a la penumbra y comienzan a discernir las formas de los objetos en el cuarto, vemos cuán completa está la historia, con cuánta profundidad y cuánta verdad, en obediencia a su visión, ha elegido Chejov esto, aquello y lo de más allá, uniéndolos para que compongan algo nuevo. Es imposible decir "esto es cómico" o "esto es trágico", y tampoco estamos seguros, pues se nos ha enseñado que los cuentos deben ser breves y concluyentes, si esto, vago e inconcluyente, debe ser llamado un cuento.
Los comentarios más elementales sobre la narrativa inglesa moderna difícilmente pueden evitar el hacer alguna mención de la influencia rusa, y si se menciona a los rusos se corre el riesgo de pensar que es una pérdida de tiempo escribir sobre cualquier narrativa que no sea la suya. Si queremos comprender el alma y el corazón, ¿dónde más conseguirlo con profundidad comparable? Si estamos hartos de nuestro propio materialismo, el menos destacable de sus novelistas tiene, por derecho de nacimiento, una reverencia natural por el espíritu humano. En todo gran escritor ruso parecemos discernir los rasgos de un santo, si es que constituye santidad la simpatía por el sufrimiento de los otros, el amor por ellos, el empeño por alcanzar alguna meta digna de las demandas más exigentes del espíritu. Es el santo que habita en ellos lo que nos deja confundidos con la sensación de nuestra propia irreligiosidad trivial, transformando a tantas de nuestras novelas famosas en faramalla y trucos. Las conclusiones a que llega la mente rusa, tan abarcadora y compasiva como es, son inevitables tal vez en toda tristeza extrema. Es la sensación de que no hay respuesta, que si se examina con honestidad la vida, ésta presenta una pregunta tras otra, a las que debe permitirse que resuenen una y otra vez ya concluida la historia en un interrogatorio sin esperanza, que nos llena con una desesperación profunda y a fin de cuentas resentida. El punto de vista ruso. Por dudosos que con frecuencia nos mostremos sobre si los franceses o los estadounidenses, que tanto en común tienen con nosotros, pueden comprender la literatura inglesa, hemos de admitir dudas mayores sobre si, pese a todo su entusiasmo, los ingleses pueden comprender la literatura rusa. El debate sobre qué queremos decir por "comprender" podría alargarse indefinidamente. A todo el mundo se le ocurrirán ejemplos de escritores estadounidenses que, en lo particular, poseen el más elevado discernimiento sobre nuestra literatura y sobre nosotros; que han vivido una vida entera entre nosotros y, finalmente, han dado pasos legales para volverse súbditos del rey Jorge. Con todo y eso, ¿nos han entendido, no han permanecido hasta el final de sus días siendo extranjeros? ¿Podría creer alguna persona que las novelas de Henry James fueron escritas por un hombre criado en la sociedad que describe, que su crítica de los autores ingleses fue escrita por un hombre que leyó a Shakespeare sin ninguna conciencia del océano Atlántico y de los doscientos o trescientos años que, en la orilla más lejana del mismo, separa su civilización de la nuestra? El extranjero logrará a menudo una percepción y un alejamiento especial, un ángulo de visión agudo, pero no esa liberación de la conciencia de sí mismo, esa comodidad y camaradería y sentido de los valores comunes que permiten la intimidad, la cordura, el rápido toma y daca de los intercambios familiares. No sólo ocurre que todo esto nos separa de la literatura rusa, sino una barrera mucho más seria: la diferencia de idioma. De todos los que se regalaron con Tolstoi, Dostoyevski y Chejov en los últimos veinte años, no más de uno o quizás dos pudieron leerlos en ruso. Nuestras estimaciones de sus cualidades fueron formadas por críticos que nunca leyeron una palabra en ruso, nunca vieron Rusia, incluso nunca oyeron esa lengua hablada por nativos; hemos tenido que depender, ciega e implícitamente, del trabajo de los traductores. Lo que estamos diciendo se limita a lo siguiente, entonces: que hemos juzgado toda una literatura desnudada de su estilo. Cuando se ha cambiado toda palabra de una oración del ruso al inglés, con eso se ha alterado un poco el sentido y del todo el sonido, el peso y al acento de las palabras en la relación que guardan entre sí; nada queda sino una versión tosca y burda del sentido. Así tratados, los grandes escritores rusos son como hombres privados, por un terremoto o un accidente ferroviario, no sólo de su ropa, sino de algo más sutil e importante: sus costumbres, la idiosincrasia de su carácter. Lo que resta es, como lo han probado los ingleses mediante el fanatismo de su admiración, algo muy poderoso y muy impresionante, pero es difícil estar seguros, dadas hasta dónde confiar en que no estamos haciéndoles imputaciones, no los estamos distorsionando, no estamos leyendo en ellos un subrayado que es falso. Ante Chejov, nuestras primeras impresiones no son de sencillez, sino de perplejidad. ¿Qué quiere decir, por qué extrae un cuento de esto? preguntamos mientras leemos un cuento tras otro. Es probable que hayamos de leer muchísimos cuentos antes de sentir, y esa sensación es esencial para nuestra satisfacción, que mantenemos unidas las partes, y que Chejov no sólo se limitaba a divagar desconectadamente, sino que tocaba primero esta nota y luego la otra con intención, para completar el significado. Cuando leemos a Chejov, nos descubrimos repitiendo una y otra vez la palabra "alma". Asperja sus páginas. De hecho, el alma es el personaje central de la narrativa rusa. Delicada y sutil en Chejov, sujeta a un número infinito de humores y perturbaciones, es de mayor profundidad y volumen en Dostoyevski, capaz de enfermedades violentas y de fiebres violentas, pero con todo sigue siendo la preocupación dominante. Quizá tal sea la causa de que al lector inglés le cueste un esfuerzo grande el leer por segunda vez "Brat'ya Karamazovy"(Los hermanos Karamazov) o "Besy" (Demonios). El "alma" le es ajena. Incluso antipática. Tiene poco sentido del humor y ninguno de la comedia. Carece de forma. Mantiene una relación ligera con el intelecto. Está confusa, es difusa, tumultuosa, incapaz al parecer de someterse al dominio de la lógica o a la disciplina de la poesía. Las novelas de Dostoyevski son remolinos bullentes, tormentas de arena giratorias, trombas que sisean, hierven y nos absorben. Se componen única y totalmente del material del alma. A pesar de nuestra voluntad nos devoran, nos sacuden, ciegan, sofocan y, al mismo tiempo, nos llenan de un éxtasis vertiginoso. Excepto Shakespeare, no hay lectura más excitante.
Queda el mayor de todos los novelistas, pues ¿de qué otro modo llamar al autor de "Voyná i mir" (La guerra y la paz)? ¿También Tolstoi nos resultará ajeno, difícil, extranjero? ¿Hay en su ángulo de visión alguna rareza que, al menos hasta habernos vuelto discípulos y por tanto haber perdido nuestra orientación, nos mantenga a distancia, llenos de sospecha y perplejidad? En todo caso, desde sus primeras palabras estamos seguros de una cosa: he aquí un hombre que ve lo que vemos, que además procede como estamos acostumbrados a proceder, no del interior al exterior sino del exterior al interior. Hay un mundo en el cual a las ocho de la mañana se escucha el llamado del cartero y las personas se van a la cama entre las diez y las once. He aquí un hombre que, además, no es un salvaje, no es un hijo de la naturaleza; está educado y ha tenido toda suerte de experiencias. Es uno de esos que nació aristócrata y aprovechó sus privilegios a plenitud. Es metropolitano, no suburbano. Sus sentidos, su intelecto, son agudos, poderosos y están bien nutridos. Hay algo de orgulloso y soberbio en el ataque que una mente y un cuerpo así lanzan sobre la vida. Nada parece escapársele. Nada escapa a su vista sin ser registrado. Incluso tratándose de una traducción, sentimos que nos han puesto en la cima de una montaña con un telescopio en las manos. Todo es asombrosamente claro y absolutamente nítido.
Pero entonces, de pronto, justo cuando exultamos, respirando hondo, sintiéndonos a la vez fortalecidos y purificados, algún detalle nos llega, de modo alarmante, desde el cuadro, como si expulsado de allí por la intensidad misma de la vida que tiene. Una y otra vez compartimos los sentimientos de Masha en "Semeynoe schast'e"(Felicidad conyugal). Cerramos los ojos para escapar a la sensación de placer y miedo. A menudo es el placer el que está en primer plano. En esa misma historia hay dos descripciones, una la de una chica que de noche camina por un jardín con su amado, otra la de una pareja recién casada jugueteando por su sala, que de tal manera transmiten la sensación de felicidad intensa que cerramos el libro para sentirnos mejor. Pero siempre se da un elemento de miedo que, así ocurre con Masha, nos hace desear huir de la mirada puesta por Tolstoi en nosotros. ¿Surgirá de esa sensación, que en la vida real pudiera acosarnos, de que tal felicidad, tal y como él la describe, es demasiado intensa para durar, que estamos al borde del desastre? ¿O no será que la intensidad misma de nuestro placer es un tanto cuestionable, forzándonos a preguntarnos: ¿para qué vivir? De esta manera, el miedo se mezcla a nuestro placer. La vida domina a Tolstoi tal como el alma domina a Dostoyevski. De los tres grandes escritores rusos, es Tolstoi el que más nos sojuzga y más nos repele. Pero la mente toma sus inclinaciones del lugar donde nace y, no hay duda, cuando tropieza con una literatura tan ajena como la rusa, huye por una tangente muy alejada de la verdad.
Hola ¿cómo están? regreso con este formato, pero para hablarles sobre Modernismo anglosajón y Virginia Woolf. Durante el mes de enero y con la compañía fiel de Tamara de Si los libros no importan invitamos a leer o releer, a elección de cada lector, un libro de la autora, utilizando #EneroConVirginiaWoolf Y así, como quien no quiere la cosa, se me ocurrió que todos los meses les invitaré a leer una autora, siempre esperando que cada cual elija su libro preferido o el que espera en las estanterías y así enriquecer nuestra lectura. Cuando comenzó el blog, solía escribir una sección titulada Ellas en la que me refería a mujeres de la literatura, acá les dejo lo que escribí sobre Virginia: Ellas...Virginia Woolf 1- Aunque existen varias concepciones se tiende a definir el Modernismo como un movimiento literario, más o menos homogéneo que se desarrolla en la literatura inglesa durante el primer tercio del siglo XX. Esta tendencia literaria entronca con otras manifestaciones artísticas como el simbolismo, impresionismo, futurismo, dadaísmo y otros "ismos". El propósito central de estas manifestaciones es la renovación y experimentación en el arte. Se dice que tiene su origen en 1909, en un restaurante londinense en el que el poeta Hulme se reunía con otros jóvenes poetas con la finalidad de renovar la literatura y su ocaso se identifica con la publicación de Finnegans Wake de James Joyce, en 1939. Entre los autores más destacados se reconoce a Ezra Pound , T.S.Eliot, James Joyce y Virginia Woolf. 2- Algunas características de la prosa modernista son: a- Los modernistas en vez de enfatizar en la acción se detienen en el profundo análisis psicológico de los personajes. b- El lenguaje se enriquece con la utilización de símbolos y metáforas
c-Experimentan con nuevos métodos y técnicas narrativas para representar el mundo subjetivo del personaje, para esto se apoyan en el campo de la filosofía y la psicología (S. Freud, W.James y H.Bergson) Me refiero al "flujo de conciencia", el monólogo interior, la multiplicidad de voces narrativas y la distinción entre el tiempo matemático y un concepto psicológico y subjetivo del tiempo d- La narrativa fragmentada y con una complejidad formal, busca representar la crisis social y moral de comienzos de siglo XX, la desorientación, el desorden, sobre todo después de la Primera Guerra mundial. e- Algunas temáticas abordadas comúnmente por los modernistas son la soledad y la incomunicación. f- Otra característica es la presencia constante de la mitología clásica g- El escritor modernista exige al lector una gran preparación intelectual. Ya no se siente portador de los grandes valores de su época sino que se sitúa en la torre de marfil y, desde allí, crea su obra. h- Por último, el escritor se empeña en compartir su actividad creativa con una labor crítica literaria rigurosa 3- Adeline Virginia Stephen nació en Londres, en 1882. Su madre era modelo y su padre un novelista e historiador, quienes se unieron en segundas nupcias, por lo que la autora tuvo tres hermanastros. Virginia tuvo una educación privilegiada, supo leer y escribir desde su infancia, pero durante la adolescencia padeció depresión y este trastorno la acompañó hasta la muerte. Debido a su excelente historial académico pudo estudiar en dos universidades londinenses, y en una se unió a un popular grupo de escritores: Bloombsbury 4- En sus novelas, Virginia rompe con la dictadura del fondo, otorgándole más importancia a la forma. 5- Al faro (To the Lighthouse) se publica en 1925. El hijo menor de los Ramsay quiere ir al Faro que se ve del otro lado de la ventana, allá, lejos de la costa de la isla en la que están veraneando en familia. Pero mañana no hará buen día, dijo el padre, tirando abajo las fantasías del niño, y las de la madre que lo apaña también. En esta negativa hay mucho en juego, los conflictos de poder y los roles de una familia quedan al desnudo. La Segunda Guerra Mundial irrumpirá en la consolidad rutina de esta familia, y se llevará consigo a varios de sus integrantes. Más allá de eso, luego de diez años, muchos de los veraneantes de aquella vez, volverán a congregarse en la misma casa, en la misma isla. Cada uno intentará resolver los asuntos pendientes que el tiempo muerto de la Guerra ha dejado en suspenso. Hasta acá llegamos por hoy, espero que les sirva de introducción a la obra de Virginia y les anime a leerla. ¿Nos vas a acompañar en #EneroConVirginiaWoolf? ¿Qué obra leerás? Si tenés alguna duda o aporte te leo en los comentarios.
Provista del "don de la proximidad", según Frieda Lawrence, y con "una mente tremendamente sensible", en palabras de su rival literaria, Virginia Woolf, Katherine Mansfield escribió un conjunto de cuentos de alcance universal. En su breve vida, la autora neozelandesa que murió a los 34 años en Francia se convirtió en la sucesora de Anton Chejov, al que tanto admiraba (igual que a Colette, Dickens, Keats y Austen), e hizo que su obra prefigurara la de cuentistas tan diversos como Alice Munro, Grace Paley, Elizabeth Bowen, Mercé Rodereda, Julio Cortázar, Raymond Carver y Hebe Uhart. Este mes se cumplen 130 años de su nacimiento en Wellington (Nueva Zelanda).
De joven, Mansfield se mudó con su adinerada familia a Inglaterra, estudió música en Londres y luego fue llevada por su madre a un balneario alemán, en Baviera, para que olvidara su romance con un profesor e intentara dejar atrás sus aventuras amorosas con mujeres. De su padre, recibió hasta su muerte una pensión de cien libras esterlinas. Vivió en Suiza y en ciudades costeras de Italia y de Francia. El sentido del exilio nunca la abandonó.
En su corta y atribulada existencia, escribió más de setenta cuentos y novelas cortas, poemas, cartas y diarios con anotaciones que fueron publicados después de su muerte. Nadie que haya leído "Fiesta en el jardín", "Felicidad", "Yo no hablo francés" o "En la bahía" puede olvidar la significativa ruptura con la cotidianidad que provoca su escritura, que va más allá de la anécdota y la búsqueda del efecto. Sin ser parte del círculo de Bloomsbury, estuvo asociada a los escritores, artistas y críticos que lo integraban.
Mansfield tuvo una salud frágil, una vida sentimental agitada y la relación de los editores con su obra fue, por lo menos, decepcionante. Vehemente en sus opiniones y actitudes, no trabó grandes vínculos con sus colegas ingleses, a los que criticó con acidez (comparó la obra de E. M. Forster con el agua tibia de una tetera). Luego de una serie de afecciones, fue diagnosticada de tuberculosis en 1917. Aquejada por la muerte de uno de sus hermanos en la Primera Guerra Mundial y por la enfermedad, murió en 1923 en un balneario francés.
Por qué leer a Katherine Mansfield
Criaturas delicadas
El escritor y crítico literario italiano Pietro Citati, autor de La vida breve de Katherine Mansfield, describió así a la escritora neozelandesa: "Todos aquellos que conocieron a Katherine Mansfield en los años de su breve vida tuvieron la impresión de descubrir una criatura más delicada que otros seres humanos: una cerámica de Oriente que las olas del océano habían arrastrado hasta las orillas de nuestros mares". Esa delicadeza se transfiere a los personajes de los cuentos que, por medio de la capacidad de la escritora para condensar en gestos e imágenes una pluralidad de conciencias y sentimientos, entrelazan meditaciones sobre las diferencias entre clases sociales, la vida y la muerte, la ilusión y la realidad. Muchas de las vivencias de la escritora quedaron reflejadas en los relatos de su primer libro, de 1911, En una pensión alemana.
A la creación de atmósferas, que iluminan un momento en la vida de sus personajes, Mansfield le agrega diálogos en los que fluye la acción de los relatos. "Todo artista se corta una oreja y la clava en la puerta para que los demás le griten en su interior", escribió en su diario. Una clave de sus relatos reside en la gracia del estilo, la ausencia de énfasis y el modo en que situaciones y personajes se despegan de los estereotipos. Todos son únicos e irrepetibles.
Maestra de la subjetividad
"Katherine Mansfield es una maestra de la subjetividad", afirma la escritora argentina Betina González, autora del volumen de cuentos El amor es una catástrofe natural, y que enseña en varios cursos la obra de la escritora neozelandesa. "Sus cuentos narran los tumultos de la emoción: la pena, la dicha, el entusiasmo o el amor; en sus manos, son verdaderos acontecimientos. Lejos de lo efectista o la historia llena de eventos, el relato de la interioridad de los personajes es uno de los rasgos de modernidad de esta autora. Estructuralmente perfectos, sus relatos cuentan siempre la misma historia una y otra vez: la del choque de la sensibilidad del sujeto con el mundo de los otros o el mundo real. En ese choque o abismo insalvable, Mansfield es nuestra contemporánea". Para González, el cuento "Felicidad" cuenta ese desencuentro de manera magistral. "¿Quién puede resistirse a su primer párrafo? No conozco mejor relato de la dicha que esas líneas de Bertha, caminando de regreso a su casa para preparar la fiesta de la noche 'como si se hubiera tragado un pedazo del sol de la tarde y ahora ardiera dentro suyo'. Y lo notable es que en la escena anticlimática del final, esa dicha, en lugar de hacerse pedazos, resplandece igual que el árbol del jardín".
Una escritora periférica
Otra narradora argentina, la tucumana María Lobo, autora de los libros de cuentos Un pequeño militante del PO y Santiago, destaca el carácter extraterritorial de Mansfield. "Es una autora periférica. Como lectores, vivimos en un contexto agotador. Las minorías cultas están todo el tiempo diciéndonos lo mismo. Para ellos, los libros tienen que ser extraños, oscuros, perturbadores, inquietantes. Si nos dejáramos llevar por los que tienen la sartén de la difusión por el mango, podríamos pensar que la literatura es solo eso: oscuridad y perturbación. Pero no es así. La extrañeza es una forma de literatura que viene de la estética de las vanguardias, y que hoy, paradójicamente, podríamos llamar literatura de centro, porque responde al mandato de lo que las capitales quieren vender como buena literatura". Según Lobo, el recurso de lo extraño produce una literatura del statu quo, porque sigue el discurso de lo que se supone que está bien para los mercados.
"Frente a esos libros uniformes, Mansfield hoy resulta una autora de los bordes porque, a pesar de ser moderna y de que la crítica suela encasillarla en la fórmula de lo extraño, su universo no parece oscuro ni inquietante. Ella escribe sobre vínculos y relaciones subterráneas; lo hace a veces con humor, a veces abona los desplazamientos, pero eso no la convierte en una autora extraña. Desplazar no es ser raro, es hacer arte. Mansfield tiene esa forma de ver peculiar, crea a partir de descripciones inesperadas, y lo hace desde la óptica de clase, sin pretensiones de autocompasión ni culpa. Vínculos, clase y periferia: ahí van tres razones para leer a esta autora imprescindible".
Quién le teme a Katherine Mansfield
Mansfield y Woolf se encontraron por primera vez en 1917 en Londres. La primera impresión que tuvo la autora de Las olas sobre Katherine no fue muy favorable. "En verdad, al primer golpe de vista me sentí un poco molesta por su ordinariez: esos rasgos tan duros y vulgares", describió. Por su parte, Mansfield aludía al matrimonio de Virginia y Leonard Woolf (que fueron sus editores en Hogarth Press) como "los lobos apestosos". Sin embargo estas apreciaciones cambiaron con los años y la conciencia de que ambas eran escritoras notables, que querían conocer las opiniones de la otra sobre los libros que publicaban. Mantuvieron también una correspondencia fluida en la que se referían a las penurias y las delicias del oficio de escribir. Al morir Mansfield, Virginia Woolf la echó de menos. "Cuando empecé a escribir me pareció que no tenia sentido hacerlo. Katherine no podrá leerlo. Katherine ya no es mi rival. Estaba celosa de su escritura, la única de la que haya estado celosa jamás. En esta escritura yo veía, tal vez por celos, todos los rasgos de carácter que me desagradaban en ella. Nunca consideré lo suficiente su sufrimiento físico ni cuanto contribuyó a amargarla", escribió.
Por su lado, ya instalada en Francia, Mansfield había manifestado por escrito cuánto deseaba estar sana. "La salud significa para mí poder llevar una vida plena, adulta, viviendo, respirando vida, en contacto estrecho con lo que amo: la tierra y sus maravillas, el mar, el sol Además, quiero trabajar. ¿En qué? Deseo intensamente vivir para trabajar con las manos, con mis sentimientos y mi cerebro. Deseo un jardín, una casa pequeña, hierba, animales, libros, cuadros, música. Deseo ponerme a escribir a partir de esto, dando expresión a todo ello". Su diario concluye con tres palabras: "Todo está bien". Tres meses después de escribirlas, murió en una localidad francesa el 9 de enero de 1923.
Rara modernidad
En su obra, abundan los personajes femeninos que luchan contra los prejuicios de una sociedad burguesa. Con ironía, la autora deja entrever los mecanismos del engranaje cultural que confinan a las mujeres a un rol pasivo. Mansfield dejó de ver a su madre (que había querido dar a luz un varón) en 1910 y se casó dos veces; primero con George Bowden, al que abandona la noche de bodas, y luego con el que fue su editor póstumo, el prolífico John Middleton Murry, que aceptó la relación amorosa de su mujer con Ida Baker. Antes, Mansfield había sido pareja de la poeta y crítica literaria Beatrice Hastings. Con Baker, recorrieron Europa y se instalaron en San Remo, en Italia, en 1918, con el objetivo de tratar (de maneras heterodoxas) la tuberculosis que minaba la salud de la escritora. Para muchos lectores, su imagen sobre los hombres quedó inmortalizada en el cuento "El hombre sin temperamento". Pese a sus críticas al poder masculino en la Inglaterra de inicios del siglo XX, se cuidó de participar del movimiento sufragista en el Reino Unido.
Nueva antología de sus cuentos hecha en la Argentina
Se publicaron infinidad de versiones de los libros de Mansfield con traducciones hechas en España. Pocas respetan el ritmo del fraseo mansfieldiano, hecho de titubeos, perplejidades e interrogaciones. A veces, el fluir de la conciencia de los personajes queda obturado. La editorial Alba publicó sus cuentos completos en una cuidada edición y en 2000, la editorial Perfil hizo lo mismo con Textos privados, con escritos seleccionados y prologados por C. K. Stead, autor de la novela biográfica Mansfield.
En la Argentina, este año, el sello Mil Botellas dio a conocer una antología de cuentos de Mansfield con el título de Matrimonio à la mode y otros cuentos. La antología reúne once cuentos de tres libros de Mansfield, La fiesta en el jardín (1922), El nido de la paloma (1923) y Algo infantil y otros cuentos (1924). Estos dos últimos fueron editados en forma póstuma, recopilados y editados por Middleton Murry. Los cuentos seleccionados fueron traducidos por Mariángel Mauri, y entre ellos figuran clásicos como "La casa de muñecas", "La mujer del almacén" y "La adolescente".
"Mauri es una joven traductora que vive en La Plata y los dos coincidimos en el amor por la obra de Mansfield. ¿Por qué traducir a Mansfield? Porque se trata de una de las mejores cuentistas de todos los tiempos y poner en circulación una traducción nueva era también hacer justicia con su talento, y hacerla contemporánea. Una traducción cercana a nuestro lenguaje, en una autora como Mansfield, resulta más que imprescindible", dice Ramón Tarruella, escritor y editor de Mil Botellas.
Los once cuentos de Matrimonio à la mode tienen una actualidad única, con temáticas como el aborto ("La mujer del almacén"), la soledad de las mujeres adultas ("La señorita Brill"), el esnobismo del ambiente artístico ("Matrimonio à la mode") o las diferencias de clase experimentadas en la infancia ("La casa de muñecas"). Y, además, la forma en que se narra cada una de esas historias. "Con esa sutileza que aborda el conflicto por los bordes, como quien se acerca con prudencia a un intenso fuego y a la vez se aleja", agrega Tarruella. Una sutileza que aún tiene mucho que enseñarnos a la hora de narrar y leer una historia.