XXVI Simposio Nacional de Estudios Clásicos y II Congreso Internacional sobre el Mundo Clásico
De 31/08/2021 (Todo el día) hasta 03/09/2021 (Todo el día)
XXVI Simposio Nacional de Estudios Clásicos II Congreso Internacional sobre el Mundo Clásico
31 de agosto al 3 de septiembre de 2021
Resistencia - Chaco
El XXVI Simposio Nacional de Estudios Clásicos y II Congreso Internacional Sobre el Mundo Clásico promueven un espacio para dialogar y fortalecer las distintas líneas de nvestigación sobre las lenguas y las literaturas griega y latina en la Antigüedad y Tardo antigüedad, sus continuidades en el mundo medieval y su recepción en otras épocas, latitudes y culturas. El encuentro académico será una instancia propicia para reiterar la conmemoración de los 50 años de la creación de la Asociación Argentina de Estudios Clásicos (AADEC), institución pionera en los estudios de la especialidad en Latinoamérica.
El tema central de esta convocatoria es Identidades en crisis: itinerarios y perspectivas. La identidad configura y aglutina a los grupos humanos, a la vez que los regula; además es dinámica, porque no escapa a la influencia de los cambios sociales de cada período histórico. Las tensiones y conflictos en los momentos de crisis hacen resaltar las diferencias y disidencias; al mismo tiempo, la riqueza de la diversidad permite hablar de identidades en plural.
Desde la Antigüedad, la noción de crisis refiere a una amplia gama de sentidos. Ya en el griego antiguo κρίσις contenía la ambivalencia de designar, por una parte, la acción de separar y distinguir, las facultades de elegir y de discernir; por otra, indicaba la discusión en el proceso judicial y la resolución del juicio, incluso la fase decisiva de una enfermedad. El discernimiento pone en tensión los conceptos y es un paso necesario para el análisis y para arribar al juicio, a la resolución y a la interpretación. Elección, distinción y, por tanto, discusión y discrepancia, son los sentidos ambivalentes y, al mismo tiempo, transformadores, de la crisis.
El contexto neoliberal de las sociedades actuales ha profundizado la tendencia a abandonar la formación humanística privilegiando una concepción tecnocrática y utilitarista del sujeto y de la educación. Este marco ha incidido también en la crisis en el campo de la elaboración y la práctica del conocimiento, en general y en el ámbito académico.
Las rupturas, polémicas y disidencias se actualizan en la reflexión y el debate sobre las periódicas crisis de las humanidades y de los estudios literarios y lingüísticos, que conciernen también a los estudios clásicos. No solamente afectan en restricciones al espacio otorgado al estudio de la lengua y la literatura, tanto griega como latina, en los diferentes ámbitos educativos, sino también en otros circuitos de difusión del conocimiento en el campo cultural (ediciones de crítica, traducciones, etc.).
El sentido de crisis remite, de este modo, a una concepción de debate y ruptura, pero asimismo a una idea de juicio e interpretación crítica que nos hace reexaminar la situación actual de los estudios clásicos, e invita a pensar otras maneras de abordarlos desde perspectivas que abran nuevos sentidos y lecturas. Cada época encuentra en el estudio del mundo antiguo un contexto en el cual expresar sus propias preocupaciones. Desde nuestro presente y desde nuestro contexto regional, argentino y latinoamericano, estimamos que el simposio y el congreso internacional constituirán una gran oportunidad de revisitar la antigüedad y devolver a la actualidad una mirada crítica y un interés renovado en el estudio de los clásicos.
Ejes temáticos orientadores
Los ejes relacionados con el tema principal del simposio no son excluyentes y comprenderán todas las áreas de los estudios clásicos.
Identidades diversas: tensiones, conflictos y desplazamientos.
Tensiones en la gobernabilidad: democracia, tiranía y otras formas de gobierno.
Itinerarios epistemológicos.
Tensiones del poder: adhesión y conflicto con los grupos hegemónicos.
Examen de la tradición clásica.
La sintaxis y la morfología de las lenguas clásicas desde diferentes enfoques lingüísticos.
La enseñanza de las lenguas clásicas.
Perspectivas de los estudios clásicos en la actualidad.
Basado en una historia real es un thriller franco-belga coescrito y dirigido por Roman Polanski, lanzado en 2017. Es una adaptación de la novela Basado en una historia real de Delphine de Vigan. Esta película se presentó fuera de competición en el Festival de Cine de Cannes de 2017. Delphine (Emmanuelle Seigner) es una sensible y atormentada novelista de éxito, paralizada ante la idea de tener que comenzar a escribir una nueva novela. Su camino se cruza entonces con el de Elle (Eva Green), una joven encantadora, inteligente e intuitiva. Elle comprende a Delphine mejor que nadie, y pronto se convierte en su confidente. Delphine confía en Elle y le abre las puertas de su vida. Pero ¿quién es Elle en realidad? ¿Qué pretende? ¿Ha venido para darle un nuevo impulso a la vida de Delphine o para arrebatársela?
Bom yeoreum gaeul gyeoul geurigo bom, conocida como Primavera, verano, otoño, invierno... y otra vez primavera o incluso Las estaciones de la vida en Hispanoamérica y como Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera en España,1 es una película coreana dirigida por Kim Ki-duk y estrenada en 2003. Fue protagonizada por Oh Yeong-su, Kim Young-min, Seo Jae-kyung y Kim Jong-ho. La película narra la historia de un monje budista y su aprendiz, quienes viven en un monasterio que flota en un lago. Dos monjes viven en un monasterio aislado. Bajo la atenta mirada del más viejo, el más joven ve pasar las estaciones de la vida. Primavera: un niño monje se ríe de una rana que intenta librarse de una piedra que tiene en la espalda. Verano: un monje adolescente conoce el amor. Otoño: un monje de treinta años intenta hacer algo que va contra su naturaleza. Invierno: el monje está próximo a la vejez y alguien llega al monaterio. Primavera: el viejo monje conversa con la naturaleza; cerca de él juega un niño monje.
Le dije Toma nena, llévale esta canastita llena de cosas buenas a tu abuelita. Abrígate que hace frío, le dije. No le dije ponte la capita colorada que te tejió la abuelita porque esto último no era demasiado exacto. Pero estaba implícito. Esa abuela no teje todavía. Aunque capita colorada hay, la nena la ha estrenado ya y estoy segura de que se la va a poner porque le dije que afuera hacía frío, y eso es cierto. Siempre hace frío, afuera, aún en los más tórridos días de verano; la nena lo sabe y últimamente cuando sale se pone su caperuza.
* * *
Hace poco que usa su capita con capucha adosada, se la ve bien de colorado, cada tanto, y de todos modos le guste o no le guste se la pone, sabe dónde empieza la realidad y terminan los caprichos. Lo sabe aunque no quiera: aunque diga que le duele la barriga.
De lo otro la previne, también. Siempre estoy previniendo y no me escucha.
* * *
No la escucho, o apenas. Igual hube de ponerme la llamada caperucita sin pensarlo dos veces y emprendí el camino hacia el bosque. El camino que atravesará el bosque, el largo larguísimo camino -así lo espero- que más allá del bosque me llevará a la cabaña de mi abuela.
Llegar hasta el bosque propiamente dicho me tomó tiempo. Al principio me trepaba a cuanto árbol con posibilidades se me cruzaba en el camino. Eso me dio una cierta visión de conjunto pero muy poca oportunidad de avance.
* * *
Fue mamá quien mencionó la palabra lobo.
Yo la conozco pero no la digo. Yo trato de cuidarme porque estoy alcanzando una zona del bosque con árboles muy grandes y muy enhiestos. Por ahora los miro de reojo con la cabeza gacha.
No, nena, dice mamá.
A mamá la escucho pero no la oigo. Quiero decir, a mamá la oigo pero no la escucho. De lejos como en sordina.
* * *
No nena.
Eso le digo. Con tan magros resultados.
* * *
No. El lobo.
Lo oigo, lo digo: no sirve de mucho.
O sí. Evito algunas sendas muy abruptas o giros en el camino del bosque que pueden precipitarme a los abismos. Los abismos -me temo- me van a gustar. Me gustan.
No nena.
Pero si a vos también te gustan, mamá.
Me as/gustan.
* * *
El miedo. Compartimos el miedo. Y quizá nos guste.
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Cuidado nena con el lobo feroz (es la madre que habla).
Es la madre que habla. La nena también habla y las voces se superponen y se anulan.
* * *
Cuidado.
¿Con qué? ¿De quién?
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Cerca o lejos de esa voz de madre que a veces oigo como si estuviera en mí, voy por el camino recogiendo alguna frutilla silvestre. La frutilla puede tener un gusto un poco amargo detrás de la dulzura. No la meto en la canasta, la lamo, me la como. Alguna semillita diminuta se me queda incrustada entre los dientes y después añoro el gusto de esa exacta frutilla.
* * *
No se puede volver para atrás.
Al final de la página se sabrá: al final del camino.
* * *
Yo echo a andar por sendas desconocidas. El lobo se asoma a lo lejos entre los árboles, me hace señas a veces obscenas. Al principio no entiendo muy bien y lo saludo con la mano. Igual me asusto. Igual sigo avanzando.
* * *
Esa tierna viejecita hacia la que nos encaminamos es la abuela. Tiene los cabellos blancos, un chal sobre los hombros y teje y teje en su dulce cabaña de troncos. Teje la añoranza de lo rojo, teje la caperuza para mí, para la niña que a lo largo de este largo camino será niña mientras la madre espera en la otra punta del bosque al resguardo en su casa de ladrillos donde todo parece seguro y ordenado. La pobre madre hace lo que puede. Se aburre.
* * *
Avanzando por su camino umbroso Caperucita, como la llamaremos a partir de ahora, tiene poca ocasión de aburrimiento y mucha posibilidad de desencanto.
La vida es decepcionante, dice fuera del bosque un hombre, o más bien lagrimea, y Caperucita sabe de ese hombre que citando una vieja canción lagrimea quizá a causa del alcohol o más bien a causa de las lágrimas, lágrimas que por adelantado Caperucita va saboreando en su forestal camino mucho antes de toparse con los troncos más rugosos.
* * *
No son troncos lo que ella busca por ahora. Busca dulces y coloridos frutos para llevarse a la boca o para meter en su canasta, esa misma que colgada de su brazo transcurre por el tiempo para lograr -si logra- cumplir su destino de ser depositada a los pies de la abuela.
Y la abuela saboreará los frutos que le llegarán quizá un poco marchitos, contará las historias. De amor, como corresponde, las historias, tejidas por ella con cuidado y a la vez con cierta desprolijidad que podemos llamar inspiración, o gula. La abuela también va a ser osada, la abuela también le está abriendo al lobo la puerta en este instante.
* * *
Porque siempre hay un lobo.
* * *
Quizá sea el mismo lobo, quizá a la abuela le guste el lobo o le ha tomado cariño ya, o acabará por aceptarlo.
Caperucita al avanzar sólo oye la voz de la madre como si fuera parte de su propia voz pero en tono más grave:
Cuidado con el lobo, le dice esa voz materna.
Como si ella no supiera.
Y cada tanto el lobo asoma su feo morro peludo. Al principio es discreto, después poco a poco va tomando confianza y va dejándose entrever; a veces asoma una pata como garra y otras una sonrisa falsa que le descubre los colmillos.
Caperucita no quiere ni pensar en el lobo. Quiere ignorarlo, olvidarlo. No puede. El lobo no tiene voz, sólo un gruñido, y ya está llamándola a Caperucita en el primer instante de distracción por la senda del bosque.
Bella niña, le dice.
A todas les dirás lo mismo, Lobo.
Soy sólo tuyo, niña, Caperucita, hermosa.
Ella no le cree. Al menos no puede creer la primera parte: puede que ella sea hermosa, sí, pero el lobo es ajeno.
* * *
Madre me ha prevenido, me previene: Cuídate del lobo, mi tierna niñita cándida, inocente, frágil, vestidita de rojo.
¿Por qué me mandó al bosque, entonces? ¿Por qué es inevitable el camino que conduce a la abuela?
* * *
La abuela es la que sabe, la abuela ya ha recorrido ese camino, la abuela se construyó su choza de propia mano y después si alguien dice que hay un leñador no debemos creerle. La presencia del leñador es pura interpretación moderna.
* * *
El bosque se va haciendo tropical, el calor se deja sentir, da ganas por momentos de arrancarse la capa o más bien arrancarse el resto de la ropa y envuelta sólo en la capa que está adquiriendo brillos en sus pliegues revolcarse sobre el refrescante musgo.
Hay frutas tentadoras por estas latitudes. Muchas al alcance de la mano. Hay hombres como frutas: los hay dulces, sabrosos, jugosos, urticantes.
Es cuestión de irlos probando de a poquito.
* * *
¿Cuántos sapos habrá que besar hasta dar con el príncipe?
¿Cuántos lobos, pregunto, nos tocarán en vida?
* * *
Lobo tenemos uno solo. Quienes nos tocan son apenas su sombra.
* * *
¿Dónde vas, Caperucita, con esa canastita tan abierta, tan llena de promesas? Me pregunta el lobo, relamiéndose las fauces.
Andá a cagar, le contesto porque me siento grande, envalentonada.
Y reanudo mi viaje.
* * *
El bosque tan rico en posibilidades parece inofensivo. Madre me dijo Cuidado con el lobo y me mandó al bosque. Ha transcurrido mucho camino desde ese primer paso y sin embargo, sin embargo me lo sigue diciendo cada tanto, a veces muy despacio, al oído, a veces pegándome un grito que me hace dar un respingo y me detiene un rato.
Me quedo temblando, agazapada en lo posible bajo alguna hoja gigante, protectora, de esas que a veces se encuentran por el bosque tropical y los nativos usan para resguardarse de la lluvia. Llueve mucho en esta zona y una puede llegar a sentirse muy sola, sobre todo cuando la voz de madre previene contra el lobo y el lobo anda por ahí y a una se le despierta el miedo. Es prudencia, dicen.
* * *
Por suerte a veces puede aparecer alguno que desata ese nudo.
Esta fruta sí que me la como, le pego mi tarascón y a la vez la meto con cuidado en la canasta para dársela a abuela. Madre sonríe, yo retozo y me relamo. Quizá el lobo también. Alguna hilacha de mi roja capa puede engancharse en una rama y al tener que partir lloro y llora mi roja capa, algo desgarrada.
* * *
Después logro avanzar un poco, chiflando bajito, haciéndome la desentendida, sin abandonar en ningún momento mi canasta. Si tengo que cargarla la cargo y trato de que no me pese demasiado. No por eso dejo ni dejaré de irle incorporando todo aquello que pueda darle placer a abuela.
Ella sabe. Pero el placer es sobre todo mío.
Madre en cambio me previene, me advierte, me reconviene y me apostrofa. Igual me mandó al bosque. Parece que abuelita es mi destino mientras madre se queda en casa cerrándole la puerta al lobo.
* * *
El lobo insiste en preguntarme dónde voy y yo suelo decirle la verdad, pero no cuento qué camino he de tomar ni qué cosas haré en ese camino ni cuánto habré de demorarme. Tampoco yo lo sé, si vamos al caso, sólo sé -y no se lo digo- que no me disgustan los recovecos ni las grutas umbrosas si encuentro compañía, y algunas frutas cosecho en el camino y hasta quizá florezca, y mi madre me dice sí, florecer florece pero ten cuidado. Con el lobo, me dice, cuidado con el lobo y yo ya tengo la misma voz de madre y es la voz que escuché desde un principio: Toma nena, llévale esta canastita, etcétera. Y ten cuidado con el lobo.
* * *
¿Y para eso me mandó al bosque?
* * *
El lobo no parece tan malo. Parece domesticable, a veces.
El rojo de mi capa se hace radiante al sol de mediodía. Y es mediodía en el bosque y voy a disfrutarlo.
A veces aparece alguno que me toma de la mano, otro a veces me empuja y sale corriendo; puede llegar a ser el mismo. El lobo gruñe, despotrica, impreca, yo sólo lo oigo cuando aúlla de lejos y me llama.
Atiendo ese llamado. A medida que avanzo en el camino más atiendo ese llamado y más miedo me da. El lobo.
* * *
A veces para tentarlo me pongo piel de oveja.
A veces me le acerco a propósito y lo azuzo.
Búúú, lobo, globo, bobo, le grito. Él me desprecia.
A veces cuando duermo sola en medio del bosque siento que anda muy cerca, casi encima, y me transmite escozores nada desagradables.
A veces con tal de no sentirlo duermo con el primer hombre que se me cruza, cualquier desconocido que parezca sabroso. Y entonces al lobo lo siento más cerca que nunca. No siempre me repugna, pero madre me grita.
* * *
Cierta tarde de plomo, muy bella, me detuve frente a un acerado estanque a mirar las aves blancas. Gaviotas en pleno vuelo a ras del agua, garzas en una pata esbeltas contra el gris del paisaje, realzadas en la niebla.
Quizá me demoré demasiado contemplando. El hecho es que al retomar camino encontré entre las hojas uno de esos clásicos espejos. Me agaché, lo alcé y no pude menos que dirigirle la ya clásica pregunta:
Espejito, espejito ¿quién es la más bonita?
¡Tu madre, boluda! Te equivocaste de historia, me contestó el espejo.
¿Equivocarme, yo? Lo miré fijo, al espejo, desafiándolo, y vi naturalmente el rostro de mi madre. No le había pasado ni un minuto, igualita estaba al día cuando me fletó al bosque camino a lo de abuela. Sólo le sobraba ese rasguño en la frente que yo me había hecho la noche anterior con una rama baja. Eso, y unas arrugas de preocupación, más mías que de ella. Me reí, se rió, nos reímos, me reí de este lado y del otro lado del espejo, todo pareció más libre, más liviano; por ahí hasta rió el espejo. Y sobre todo el lobo.
Desde ese día lo llamo Pirincho, al lobo. Cuando puedo. Cuando me animo.
Al espejo lo dejé donde lo había encontrado. También él estaba cumpliendo una misión, el pobre: que se embrome, por lo tanto, que siga laburando.
Me alejé sin echarle ni un vistazo al reflejo de mi bella capa que parece haber cobrado un nuevo señorío y se me ciñe al cuerpo.
* * *
Ahora madre y yo vamos como tomadas de la mano, del brazo, del hombro. Consustanciadas. Ella cree saber, yo avanzo. Ella puede ser la temerosa y yo la temeraria.
Total, la madre soy yo y desde mí mandé a mí-niña al bosque. Lo sé, de inmediato lo olvido y esa voz de madre vuelve a llegarme desde fuera.
De esta forma hemos avanzado mucho.
* * *
Yo soy Caperucita. Soy mi propia madre, avanzo hacia la abuela, me acecha el lobo.
¿Y en ese bosque no hay otros animales? Me preguntan los desprevenidos. Por supuesto que sí. Los hay de toda laya, de todo color, tamaño y contextura. Pero el susodicho es el peor de todos y me sigue de cerca, no me pierde pisada.
Hay bípedos implumes muy sabrosos; otros que prometen ser sabrosos y después resultan amargos o indigestos. Hay algunos que me dejan con hambre. La canasta se me habría llenado tiempo atrás si no fuera como un barril sin fondo. Abuela va a saber apreciarlo.
Alguno de los sabrosos me acompaña por tramos bastante largos. Noto entonces que el bosque poco a poco va cambiando de piel. Tenemos que movemos entre cactus de aguzadas espinas o avanzar por pantanos o todo se vuelve tan inocuo que me voy alejando del otrora sabroso, sin proponérmelo, y de golpe me encuentro de nuevo avanzando a solas en el bosque de siempre. Uno que yo sé se agita, me revuelve las tripas.
* * *
Pirincho. Mi lobo.
Parece que la familiaridad no le cayó en gracia. Se me ha alejado. A veces lo oigo aullar a la distancia y lo extraño. Creo que hasta lo he llamado en alguna oportunidad, sobre todo para que me refresque la memoria. Porque ahora de tarde en tarde me cruzo con alguno de los sabrosos y a los pocos pasos lo olvido. Nos miramos a fondo, nos gustamos, nos tocamos la punta de los dedos y después ¿qué? yo sigo avanzando como si tuviera que ir a alguna parte, como si fuera cuestión de apurarse, y lo pierdo. En algún recodo del camino me olvido de él, corro un ratito y ya no lo tengo más a mi lado. No vuelvo atrás para buscarlo. Y era alguien con quien hubiera podido ser feliz, o al menos vibrar un poco.
Ay, lobo, lobo ¿dónde te habrás metido?
* * *
Temo que esto me pasa por haberle confesado a dónde iba. Pero se lo dije hace tanto, erámos inocentes…
Por un camino tan intenso como éste, tan vital, llegar a destino no parece atractivo. ¿Estará la casa de abuelita en el medio del bosque o a su vera? ¿Se acabará el bosque donde empieza mi abuela? ¿Tejerá ella con lianas o con fibras de algodón o de lino? ¿Me podrá zurcir la capa?
Tantas preguntas.
No tengo apuro por llegar y encontrar respuestas, si las hay. Que espere, la vieja; y vos, madre, discúlpame. Tu misión la cumplo pero a mi propio paso. Eso sí, no he abandonado la canasta ni por un instante. Sigo cargando tus vituallas enriquecidas por las que le fui añadiendo en el camino, de mi propia cosecha. Y ya que estamos, decime, madre:
La abuela ¿a su vez te mandó para allá, al lugar desde donde zarpé? ¿Siempre tendremos que recorrer el bosque de una punta a la otra?
Para eso más vale que nos coma el lobo en el camino.
* * *
¿Lobo está?
¿Dónde está?
* * *
Sintiéndome abandonada, con los ojos llenos de lágrimas, me detengo a remendar mi capa ya bastante raída. A estas alturas el bosque tiene más espinas que hojas. Algunas espinas me son útiles: si antes me desgarraron la capa, ahora como alfileres que mantengan unidos los jirones.
Con la capa remendada, suelta, corro por el bosque y es como si volara y me siento feliz. Al verme pasar así alguno de los desprevenidos pega un manotón pretendiendo agarrarme de la capa, pero sólo logra quedarse con un trozo de tela que alguna vez fue roja.
A mí ya no me importa. La mano no me importa ni me importa mi capa. Sólo quiero correr y desprenderme. Ya nadie se acuerda de mi nombre. Ya habrán salido otras caperucitas por el bosque a juntar sus frutillas. No las culpo. Alguna hasta quizá haya nacido de mí y yo en alguna parte debo de estarle diciendo: Nena, niñita hermosa, llévale esta canastita a tu abuela que vive del otro lado del bosque. Pero ten cuidado con el lobo. Es el Lobo Feroz.
¡Feroz! ¡Es como para morirse de la risa!
Feroz era mi lobo, el que se me ha escapado.
Las caperucitas de hoy tienen lobos benignos, incapaces. Ineptos. No como el mío, reflexiono, y creo recordar el final de la historia.
Y por eso me apuro.
* * *
El bosque ya no encierra secretos para mí aunque me reserva cada tanto alguna sorpresita agradable. Me detengo el tiempo necesario para incorporarla a mi canasta y nada más. Sigo adelante. Voy en pos de mi abuela (al menos eso creo).
* * *
Y cuando por fin llego a la puerta de su prolija cabaña hecha de troncos, me detengo un rato ante el umbral para retomar aliento. No quiero que me vea así con la lengua colgante, roja como supo ser mi caperuza, no quiero que me vea con los colmillos al aire y la baba chorreándome de las fauces.
Tengo frío, tengo los pelos ásperos y erizados, no quiero que me vea así, que me confunda con otro. En el dintel de mi abuela me lamo las heridas, aulló por lo bajo, me repongo y recompongo.
No quiero asustar a la dulce ancianita: el camino ha sido arduo, doloroso por momentos, por momentos sublime. Me voy alisando la pelambre para que no se me note lo sublime. Traigo la canasta llena. Y todo para ella. Que una mala impresión no estropee tamaño sacrificio.
* * *
Dormito un rato tendida frente a su puerta pero el frío de la noche me decide a golpear. Y entro. Y la noto a abuelita muy cambiada.
Muy, pero muy cambiada. Y eso que nunca la había visto antes.
Ella me saluda, me llama, me invita.
Me invita a meterme en la cama, a su lado.
Acepto la invitación. La noto cambiada pero extrañamente familiar.
Y cuando voy a expresar mi asombro, una voz en mí habla como si estuviera recitando algo antiquísimo y comenta:
-Abuelita, qué orejas tan grandes tienes, abuelita, qué ojos tan grandes, qué nariz tan peluda (sin ánimos de desmerecer a nadie).
Y cuando abro la boca para mentar su boca que a su vez se va abriendo, acabo por reconocerla.
Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, estas supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro le amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:
¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.
En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio, y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Sí Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.
Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.
– Acaban de traerme este vestido me dijo con entusiasmo.
Subió corriendo !as escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.
-¿Cuándo te lo mandaste hacer?
Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?
-¿Con qué dinero lo pagaste?
-Mamá me regaló unos pesos.
Me pareció raro, Pero no le dije nada, para no ofenderla.
Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.
Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín – Entré silencíosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.
-¿Qué quiere? repitió dos veces.
-Vengo a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.
-Los barriletes son juegos de varones.
-Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros; me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.
Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.
-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.
-No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?
-Bruto.
-Lléveselo, por favor. antes que me encariñe con él.
Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.
No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?
-¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho.
-A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.
-No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?
-Bueno. Me quedaré con él
-Gracias, Violeta.
-No me llamo Violeta.
-¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.
Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes por la plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:
-¿Te gustaría que me llamara Violeta?
-No me gusta el nombre de las flores.
-Pero Violeta es lindo. Es un color.
-Prefiero tu nombre.
Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de fierro Me acerqué y no se inmutó.
-¿Qué haces aquí?
-Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.
-Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.
-No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?
-¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?
-Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. “Ir y quedar y con quedar partirse.”
Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto apenas le hablé.
-Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio -le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.
-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.
-Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.
-No me fijo en esas cosas.
-Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.
-He cambiado mucho,
-Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo con leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.
-No te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio.
Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:
Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?
-Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.
No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.
Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.
-Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.
-No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió mí mujer.
-Usted está mintiendo.
-No miento. No tengo nada que ver con Daniel.
-Yo quiero que usted sepa las cosas como son.
-No quiero escucharla.
Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.
No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba, porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!
Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:
Sospecho que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.
A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me pareció la persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. Nunca me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:
-¿No vivía una tal Violeta?
Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.
Canto con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.
De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.
Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto.
Tuve que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.
Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.
-¿Usted es el marido?
-No, soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.
-Usted será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y tomándome la mano-. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.
-Quiere consolarme -le dije.
Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:
-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar. “Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse.”
Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:
-No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.
Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.