martes, 28 de septiembre de 2021

Aventuras de Juan Quin Quin: entre el neorrealismo y el western


Aproximación a uno de los títulos fundadores de la modernidad del cine cubano, a fines de la década de 1960, que sigue siendo un enigma formal y un experimento como pocos dentro de la filmografía de la isla caribeña.

De izq a der, Julio García Espinosa, Erdwin Fernández y Julito Martínez, en el rodaje de Aventuras de Juan Quin Quin.

Foto: Tomada de Revista Cine Cubano.

Historiadores, críticos, teóricos y público han consentido en llamar “los cuatro clásicos del cine cubano” a un conjunto de largometrajes que ya cumplen medio siglo de creados: Aventuras de Juan Quin Quin (1967), Memorias el subdesarrollo (1968), Lucía (1968) y La primera carga al machete (1969). De ellos, el primero ha sido el más taquillero de nuestra industria fílmica. El segundo, probablemente el más estudiado; el tercero, muy citado por los académicos, mientras que el último ha sido el más preterido.

El cine es entretenimiento y, aunque parece una verdad irrebatible, lo cierto es que cada cual tiene su personal manera de considerar lo que es entretenido o no, como cada tiempo histórico cuenta con su propio rasero para medirlo. Hay películas que hoy nos parecen extremadamente viejas, porque las formas de narrar, de interpretar o de resolver aspectos conceptuales o formales han sido renovadas por nuevos criterios tecnológicos, estilísticos o narrativos. Es decir, la necesaria dialéctica entre contenido y forma ha sufrido variaciones tales que ya no reconocemos la historia y el conflicto narrado en esos filmes como fenómenos concurrentes, reales, posibles o verosímiles, en tanto conciernen al género humano; o será que, como dice Jean Baudrillard, “en la medida en que la técnica y la eficiencia cinematográfica dominan, la ilusión se va[1].” Indiana Jones se va haciendo viejo, ¡qué decir de Tom Mix y Douglas Fairbanks!

Es evidente que la comunicación lograda entre obra de arte y público marcó el éxito de Juan Quin. Más de tres millones y medio de espectadores concurrieron a las salas de cine para ver esta joya cinematográfica. Pero ¿qué buscaba y qué vio el público de aquella época en tan renombrado título?

Dirigido por Julio García Espinosa y estrenado el 12 de febrero de 1968, Aventuras de Juan Quin Quin está inspirada en la novela homónima de Samuel Feijóo Juan Quinquín en Pueblo Mocho. La dirección de fotografía corrió a cargo de Jorge Haydú, quien casi logró convertir el paisaje rural y semi-montañoso de la región central de Cuba en escenografía actuante, como predica el western. Leo Brower fue el encargado de componer la música, sin cuyo virtuosismo habría sido imposible disimular las arritmias que se producen en los instantes donde la acción debía ser trepidante; mientras que los intérpretes de primera línea son Julito Martínez, Erdwin Fernández y Enrique Santiesteban, en roles que no implicaban un particular despliegue de habilidad histriónica. Santiesteban, por ejemplo, no pasa de ser el Plutarco Tuero del programa televisivo “San Nicolás del Peladero.”

Erdwin Fernández en un fotograma de Aventuras de Juan Quin Quin.

Julio García Espinosa, fundador del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), se había destacado desde su juventud por su trabajo en el teatro y la radio. A principios de la pasada década del cincuenta viajó a Italia para estudiar, durante tres años, en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma. A su regreso, se integra a la Sociedad Cultural “Nuestro Tiempo”, vanguardia intelectual de la época, y en 1955 dirige El Mégano, documental de denuncia social y antecedente insigne de nuestra cinematografía prerrevolucionaria.

También se destaca como teórico, con interesantes artículos y ensayos, el más famoso de los cuales, “Por un cine imperfecto”, contiene los fundamentos de su concepción moderna del cine y constituye una reflexión inspirada por el filme que había rodado dos años antes, Aventuras de Juan Quin Quin. Cinta polémica a los ojos de la crítica, sugería un camino experimental, según su autor; pero en cuya lectura más lineal el público pareció encontrar, al menos, un eco de respuesta a su avidez por el cine de entretenimiento.

Recién llegado de Italia, en mayo de 1954, García-Espinosa dicta una conferencia en la Sociedad Cultural “Nuestro Tiempo”, titulada “El Neorrealismo y el cine cubano”. Entonces afirma: “El Neorrealismo es, esencialmente, la tendencia a registrar la vida misma a través de sus hechos más característicos, más típicos”[2]. A continuación explica que una película neorrealista no basa su argumento en una realidad que ya de antemano se vulnera; es decir, que no debe ser neorrealista un filme cuya idea o argumento altera la realidad, falseando los hechos típicos, característicos. De su explicación subsiguiente se deriva que el cine estadounidense de género quedaría excluido de cualquier consideración vinculante con el neorrealismo.

El cine de género (aventura, policíaco, western, comedia, etc.) funciona como estrategia del movie business, que subdivide y clasifica a los públicos, para manipularlos con facilidad, al ofrecerles el tipo de producto de entretenimiento para el cual han sido pacientemente moldeados. El cine fabricado por esa industria cultural sobrevive a un reciclaje infinito de sus fórmulas, con un cierto barniz ético, bajo el cual se oculta su potencial ideológico verdadero. Los preceptos fundacionales del ICAIC estaban muy lejos de considerar ese tipo de cine como una referencia aceptable para la cinematografía cubana en ciernes. Sin embargo, García Espinosa lo arriesgó todo en su intento de “buscar el cine dentro de ese cine. No había que hacer otro cine, sino buscar el nuevo en la confrontación con el viejo cine (…) Aceptar y rechazar (…) Como ocurre en todas las verdaderas confrontaciones, donde uno asimila al mismo tiempo que niega”[3].

Sus dos filmes anteriores, Cuba baila y El joven rebelde, se habían gestado sobre la base de los principios consustanciales al neorrealismo. Por el contrario, en Juan Quin Quin, el realizador cree haber hallado un modo de expresión a través del cual “se me ocurre a mí –dice él– tratar al guerrillero en clave de comedia, de aventuras, en clave de géneros considerados menores, en vez del género épico, dramático y superior que se suponía adecuado para tratar a estos personajes reales”[4].

Sin embargo, Juan Quin Quin era profundamente neorrealista en un aspecto básico: su guion se basaba en el registro de la vida misma a través de sus hechos más característicos, más típicos. Cada uno de los episodios del filme se inspira directamente en situaciones reales que vivía el campesinado cubano antes de 1959: la valla de gallo, el circo; hambre, desalojo, tiempo muerto, estafa, abuso, explotación y coerción de latifundistas, gringos y militares, y como contraposición y alternativa a todo esto, la guerrilla armada. García Espinosa dibujó estampas rurales extraídas del pasado superado, pero reciente. Logró con ello ofrecer la realidad construida como si fuese espontánea. Apropióse, además, del modelo que le ofrecía el cine de aventuras, la comedia y el western, e introdujo lo que él consideró recursos brechtianos y de narración no convencional.

No obstante, coincidimos con Ambrosio Fornet cuando, al referirse a los efectos de distanciamiento utilizados en el filme, expresa: “Claro que una cosa es poner en guardia al espectador demostrándole que no hay lenguaje neutro o inocente, y otra muy distinta ganarlo para la propia causa utilizando el lenguaje culpable, pero con un signo ideológico inverso. En Juan Quin Quin esa mutación no llegó a producirse orgánicamente[5].”

Juan, Jachero, Teresa y el villano

A través de una llanura arbolada asoma una tropa de jinetes, de la que de inmediato se distancia un hombre a galope. Congelado en la imagen queda el héroe sobre su cabalgadura. Ese es Juan Quin Quin y esa su historia. Así se presenta en las primeras tomas del filme, para que el espectador sepa que hay un individuo, surgido de la masa, empoderado, único, superior, modelo ideal (¿patriarcal?) para el anclaje satisfecho de la mirada masculina. Juan es más o menos el tipo duro, el galán, el cowboy; se manifiesta en diferentes avatares: monaguillo, torero, cirquero, jornalero, aparcero, guerrillero…

Se ha dicho que Aventuras de Juan Quin Quin se nutre de la novela picaresca, del cine de aventuras, de la sátira y hasta del vernáculo. No obstante, Juan está lejos de ser un pícaro; su caracterización está entre el pringado del pueblo y el muchachón temerario. Su socio, Jachero, es un tipo menor; carece del garbo y la osadía del protagonista; pero es el compañero de peripecias que le ayudará a mejor lucir su cortesía y valentía. Es el Sancho sin Panza, que no crece a la sombra del tipo duro, pero que le sirve de palanca de Arquímedes. Es un personaje soso, de contrapunto, sin el carisma necesario para encender la chispa de comicidad que debiera esperarse de él. Su propia historia de amor con una joven campesina queda inexplicablemente trunca, en alguno de los momentos de arrebato brechtiano que atraviesan el filme. Por ejemplo, una mañana Jachero aparece ahorcado por la guardia rural; al verlo, la muchacha huye a campo traviesa y es baleada por el sargento; se escucha el grito de Juan: “Teresaaaa…”. Corte, y ya estamos en otro instante del filme, a partir del cual ni Jachero está muerto, ni vuelve a saberse nada de la campesina.

En tercer lugar, tenemos a Teresa (Adelaida Raymat), objeto del amor del héroe, indiscutible motivación. Teresa apenas alcanza a rebasar el modelo femenino tropical que propone el filme. Es una guajira robusta, entre trigueña y mestiza, cuyos encuentros con Juan bordean el recato absoluto. El desnudo de Teresa que se sugiere en el río queda amputado y sellado por el jugueteo pueril en que se enreda con Juan, ya fuera del agua y vestida otra vez. Por el contrario, el relato despacha en varias escenas a dos mujeres de cuerpos escandalosamente bellos, una soberbia mulata y una despampanante rubia –como para cubrir un arco de preferencias masculinas–, semidesnudas, cirqueras irredentas que han ido un pasito más allá que la puta del pueblo (a quien el cura sermonea con dureza).

Lo cierto es que estas cubanas, cuyas protuberancias cárnicas se ofrecían al público como literal carnada, carecían de la belleza insólita, imperfecta, impactante e inolvidable que Humberto Solás había descubierto con Adela Legrá[6]. La condición polarizada y excluyente de la mujer, virgen o puta, reiterada por Hollywood como parte de su ideología sexista, se retoma en el filme cubano, añadiendo la sentencia bíblica como simple humorada traviesa. Por consiguiente, mientras Teresa y Juan comentan su tierno y recatado romance bajo una palma, en el tronco se dibuja la estampa de la serpiente.

Por último, el villano (Enrique Santiesteban), cuarto elemento medular e imprescindible para que la historia tenga sentido y enganche al destinatario. El actor se desdobla en varios personajes: el alcalde, el apoderado y el administrador del central. En su función de antagonista, acompaña al héroe en su recorrido, planteándole diversos obstáculos que desencadenan las peripecias y el triunfo final del bien sobre el mal.

El malo de la película, como se dice vulgarmente, nace en el cine estadounidense como una traslación de la literatura. El villano es una figura clave en el oeste americano, donde por lo general encarna en un matón a sueldo, un cowboy vengativo o un sheriff traidor. En el cine cubano se da a través de aquellos que representan los estamentos de poder durante el período republicano anterior a 1959: latifundistas, soldados, oficiales, guardias rurales, torturadores, alcaldes, concejales, politiqueros en general o miembros de la oligarquía. Al villano de Juan Quin Quin lo encontraremos más adelante, replicado en un estereotipo inmejorable, el Don Francisco Gavilán de El elefante y la bicicleta (Juan Carlos Tabío, 1994), interpretado por Raúl Pomares.

Parece obvio que García Espinosa quería hacer un filme cuyo empaquetado guardara la mayor semejanza con el cine de cowboys, mientras su contenido fuera netamente nacional. Pero toda parodia tiende a la legitimación de su referente, por lo que, para el espectador de aquella época, Juan Quin Quin era lo más parecido a una emocionante película de vaqueros, con el añadido de retratar un pasaje de la historia reciente con sabor criollo.

Situaciones episódicas se suceden, siguiendo el esquema natural que se asocia con el género aludido: La trifulca en la valla de gallos sustituía el aquelarre propio de la taberna o saloon; mientras la corrida de toros y el asalto al cuartel homologan el asalto a la estación de correos o al banco, sucesos típicos del más puro oeste. Juan escapa por una ventana saltando tan orondo sobre su caballo. Un par de escenas más tarde, le ordena a Teresa saltar desde la azotea y ella cae en los brazos de un guardia rural que, obviamente, la salva de partirse, cuanto menos, un tobillo. La persecución de Juan en el ingenio culmina con un poco elaborado pero evidente rescate de última hora (last minute rescue), recurso que se repite con igual ineficacia en el salvamento de Teresa. David Wark Griffith, quien fue un maestro en este tipo de secuencia, legó a la historia del cine y al lenguaje cinematográfico modelos de esa figura de acción dramática, que se ha explotado con eficacia interminable hasta en el cine de animación, y que García Espinosa pudo haber aprovechado mucho mejor para levantar el impacto emotivo de la secuencia. Ya luego era suficiente cerrar –según sucede– con el último diálogo entre Teresa y Juan, antes de que se vea al héroe partir, por fin librado de Teresa, con su tropa monte adentro, como colofón de la historia.

Algunos experimentos cinematográficos interesantes sobre cómo utilizar estructuras dramatúrgicas o recursos estilísticos propios del cine de género para contar historias autóctonas han demostrado qué se puede hacer, con un saldo positivo: El extraño caso de Rachel K (Oscar Valdés), El hombre de Maisinicú (Manuel Pérez), Clandestinos (Fernando Pérez), si entendemos por saldo positivo no solo conquistar al público y hacer taquilla, sino también dar la clarinada en términos de cierta novedad estética.

Aventuras de Juan Quin Quin lo logró en su momento, tomando como divisa que “podía haber más arte en un corto de ficción filmado en las calles agitadas de cualquier país nuestro, que en la película de ficción con la más acabada tecnología, con la más acabada factura que se pudiera imaginar[7].” Como señala Fornet: “Tal vez convenga acuñar el término “género impuro” para designar esas variantes que, sin responder a los patrones clásicos de uno u otro género, se apoyan no obstante en sus estructuras narrativas[8]”.

Transformar el modelo desde adentro

Con su controvertido filme, García Espinosa pretendía transformar el modelo desde adentro, en este caso tomando como referencia el western y adaptándolo al contexto de nuestra realidad insular. De hecho, Juan Quin Quin no se ajusta a la normatividad del Modo de Representación Institucional urdido y consolidado en el cine estadounidense por excelencia. El filme cubano resulta más bien un producto neto de los nuevos cines, fenómeno que se refiere al renacimiento de las cinematografías nacionales, que se repostulan con una estética y ética de nuevo aliento, a principios de la pasada década de los sesenta.

Juan Quin Quin no es un relato lineal, sino circular con tendencia al bucle, pues la historia no se clausura de modo explícito, sino que queda abierta a la especulación sobre otras peripecias del héroe; no obstante, hay un final implícito, pues ya que Juan pertenece a una guerrilla, no puede avizorarse otro desenlace que el histórico, es decir, el triunfo de la Revolución cubana; ergo, el triunfo del héroe. La cámara tiende a permanecer estática durante los diálogos y es bastante morosa y flemática en las escenas de acción. Por momentos se producen cortes abruptos que rompen el raccord y la continuidad narrativa, al punto de no poder afirmarse si son imperfecciones de la edición o efectos brechtianos, con lo cual todo ilusionismo e intención de transparencia narrativa quedan desvirtuadas (¿cine imperfecto?). Juan Quin Quin no cede nunca espacio a un contenido evasivo o alienante; su argumento ha sido extraído de la realidad y volcado sobre los moldes de la comedia de aventuras. Los procesos de identificación entre mimesis y diégesis son continuamente interrumpidos por los efectos autoconscientes del discurso fílmico, ya sea a través de carteles, materiales de archivo, apropiaciones formales del comic o la mirada a cámara que pone en evidencia al narratario.

Pretender juzgar la película desde la inmediatez, o sea, desde el juicio actualizado que impone el presente, es inevitable y tentador, dada la socorrida pero salomónica idea de que toda historia es historia contemporánea, aunque solo sea porque no puede organizarse ideológica y narrativamente más que desde la óptica actual[9]. He ahí una buena razón para volver a ver Aventuras de Juan Quin, estudiarla, cuestionarla, disfrutarla, no dejarla morir; a sabiendas de que muy pocas obras del arte cinematográfico son capaces de desafiar el paso del tiempo. (2019)

Notas:

[1] Jean Baudrillard, La ilusión y la desilusión estéticas.
 
https://cinedocumentalyetnologia.files.wordpress.com/2013/09/duelo.pdf
 
[2] Julio García Espinosa, Algo de mí, 2009, pág. 166.
 
[3] Juan A. García Borrero, Guía crítica del cine cubano de ficción, 2001, pág. 65.
 
[4] Julio García Espinosa, Las estrategias de un provocador, 2001, pág. 27.
 
[5] Ambrosio Fornet, Las trampas del oficio, 2007, pág. 49.
 
[6] “El acento típicamente serrano de la improvisada actriz (Adela Legrá), la belleza salvaje de su rostro anguloso, esa mezcolanza nunca antes vista en la pantalla, produjo una especie de anagnórisis colectiva, el reconocimiento de una estética mestiza profundamente arraigada en la idiosincrasia popular.” Fornet, 2007, pág. 48.
 
[7] García Borrero, Guía crítica del cine cubano de ficción, 2001, pág. 66.
 
[8] Fornet, 2007, pág. 281.
 
[9] Fornet, 2007, pág. 50.
https://www.ipscuba.net/sin-categoria/aventuras-de-juan-quin-quin-entre-el-neorrealismo-y-el-western/

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