miércoles, 28 de diciembre de 2022

La balandra Isabel llegó esta tarde (cuento)

 

La balandra Isabel llegó esta tarde

Guillermo Meneses

La balandra «Isabel» llegó esta tarde a La Guaira trayendo, desde Boca de Uchire, diez mil kilos de carbón y unos bultos de casabe. Al entrar en el puerto agilizó más su elegancia blanca; pasó junto al trasatlántico alemán y fue hacia sus compañeras: la goleta «Blanca María», el bote «Justa y María», la balandrilla «Misterios del Mar». Al lado de ellas se aquietó mientras las velas, antes de morir, recogían en su blan­cura la última luz del sol. La mayor, que tiene una cruz azul pintada como un tatuaje, y que, desde Boca de Uchire viene llena de viento, esponjada y redonda —pintada de sol o pintada de luna— se aflojó despacio en los mástiles, desgonzándose entre la brisa delgada del puerto.

Una calle, acostada al pie del caserío guaireño, blanquea en la primera oscuridad de la noche. Serenamente se mueve la masa de las aguas, verde aún por una vaga vibración luminosa, haciendo sus ruidos bajo las maderas del atracadero. En los postes sostenedores se forman espumas y por las barbas verdes de las algas caen luego gruesas gotas del agua mansa.

El palo mayor de la balandra «Isabel» marca sobre el cielo el tardo vaivén del puerto adormilándose en la penumbra del atardecer.

Un marinero, cansado y alegre, se apoya en la barandilla mohosa, rota por las olas y silba una canción que oyó hace mucho tiempo.

***

Segundo Mendoza, marinero de la «Isabel» —nariz chata, anchas espaldas, blanca la risa amplia—, paseó un rato por las calles guaireñas. Con el paltó azul arrollado en el brazo, es­tirada la franela por la respiración calmosa y fuerte, ágiles y recios los pasos caminó bajo los focos de luz eléctrica un buen poco de tiempo mirando las cosas.

Bajo la cachucha, tirada hacia el cogote, viven sus pensa­mientos: sabe que terminará buscando a Esperanza para pasar la noche, pero retarda ese momento en que ella vendrá apresurada hacia él (¿Cómo estás mi amor?, ¿cómo hiciste el viaje?) por el solo gusto de gozar antes representándose la escena, pensando cómo va la mujer a recibirlo. Aunque, al fin y al cabo, da lo mismo: esquiva, o triste, o desdeñosa, o alocada, siempre es igual con él..Tenga ariscos y temblones los labios pintados, o entreabiertos por la sonrisa; bajo los párpados, o abiertos los ojotes negros; ardorosa o tranquila la naricita de aletas gruesas; fruncidas o no las cejas; de todos modos, sabe él que lo quiere Esperanza. Y, como goza con esa confianza, retarda el mo­mento de encontrar a la mujer mientras piensa en ella.

Al fin, dejó las calles de cemento cercanas al muelle, llenas de ruido y de gentes, y comenzó a subir la calleja empinada sobre el cerro, metida entre las casas severas, altas, mudas, de La Guaira vieja.

Ahora, al doblar el recodo más oscuro, en redor de la casa más severa, más muda y más alta, la calle cambia de carácter, se hace casi camino, y entra en el barrio pobre de las prostitutas.

Un poco más allá no hay casas por el lado del mar. Por eso «El Cuerno de la Abundancia», botiquín del negrito José la Trinidá, está siempre lleno de las brisas del mar, que se ve cercano, frente a frente.

Al borde del barranco sostiene su equilibrio una,gran piedra negra. Segundo se sentó en esa piedra, y abrió los brazos por recibir la brisa fresca sobre el cuerpo sudado.

Miró un momento al mar y tuvo que volver la cabeza aten­diendo al siseo de María, la negra loca de El Cardonal.

Desde la puerta de su casa, cercana al botiquín, lo llamaba la negra. Apenas se veía la figura extraña—con las faldas súspen­didas hasta el vientre, acariciándose los muslos— en la luz vaga de un foco escuálido envuelto en papeles azules de seda.

Segundo se acercó:

—¡Mujer! Esa manía tuya de andar siem­pre desnuda…

—Dame un cigarro, marinero en tierra, negro verde.

—¿No anda por ahí Esperanza? Toma el cigarro.

—Ahí está. En el botiquín. Ahí está. ¿Un fosforito, negro verde?

—Estás loca, negra María. Ahora y que negro verde. Yo me llamo Segundo.

La llama del fósforo saltó entre las manos gruesas del mari­nero y en su luz vivieron los rasgos de la negra María, sus pó­mulos hinchados, toda su cara avejentada, pintada, rota por la miseria, por la locura y por la vida.

Ella sonrió con su colmillo orificado, mientras rozaba las piernas de Segundo.

—¿Te vas a quedá conmigo, negro verde? Pareces un diablo caliente ¿oíste?

El marinero la rechazó riéndose y se hundió en el baño de luz del botiquín, entre la música dulzona del radio.

El amo, José la Trinidá, negrito fino, bostezaba ,mirando en el mar las vagas manchitas de los botes pesqueros. Segundo lo saludó. Viejos compadres, se sonrieron alegremente y se pre­giunaron las cosas de siempre: que si la balandra llegó hoy, que si el negocio está bueno.

—¿Descargaron ya?

—No, mi hermano. Llegarnos tarde.

Aunque al entrar oyó Segundo la voz de Esperanza hablando dentro, le preguntó al negrito si estaba ella en el botiquín. El otro contestó afirmando con la cabeza de perfiles brillantes por el sudor del día.

—¿Acompañada?

—Sí. Pero si quieres te la llamo.

—¡Gua! Llámala.

En ese momento la voz de Esperanza repetía la canción que dejó el radio en todos los oídos: una canción desmayada, de largas notas sentimentales. Segundo sonrió al sentir cómo rom­pían la tonada unas palabras alegres de la mujer: ¿cuándo llegó? ¿esta tarde? Con tu permiso, chico, ya vengo.

Repiquetearon los talones de ella tras el tabique de madera y apareció al cabo en el marco de la puerta.

(Ella: regordeta, pintada, con sus curvas marcadas en el bri­llo de la tela barata. Ella: alegre, gritona, simpática).

—¿Llegaste esta tarde?

—Sí, ¡oh! Nos atrasamos.

—¿Te esperas un momento y le digo al que está ahí que no me voy a ir con él?

—Anda, pues.

—Te tengo que decir una cosa muy grande.

Esto lo dijo deteniéndose un momento en la puerta. Luego, repiquetearon sus pasos tras el tabique, mientras Segundo, aco­dado en la ventana miraba hacia el mar oscuro, enorme y cercano en la lejanía.

—¿Qué será lo que tiene que decir Esperanza?

Lleno de sombra, lleno de rumores, vibrando con bordoneo de panal gigante, está allí el mar: eso oscuro. En altamar va un barco grande, con sus luces encendidas. En esos barcos alemanes se divierten las gentes corno en tierra. Ahorita la luz del faro le dio al barco haciéndolo saltar de lo oscuro. Luego marcó un camino de reflejos a lo largo del agua.

—¿Qué será lo que tiene que decir Esperanza?

El mar. Se siente cercano; como si fuera ya a inundar todo. Corno si se estuviera volteando en lo oscuro de sus ruidos.

Una voz de hombre hizo volverse a Segundo. Era un mu­chacho elegante, delgado, serio, que se despedía de Esperanza en tollo tristón. Pagó, y su silueta blanca, bañada un momento por la luz del botiquín, se perdió en la calle torcida.

A su paso se oyó la voz de la negra loca:

—Trasnochadito, santo, ¿no me das un cigarro? Pretencioso de leche, sinvergüenza.

Porque el muchacho no se detuvo.

***

Esperanza se acercó a Segundo moviendo las caderas hermosas, robustas. El no se movió. Quieto, sintió el roce de aquel brazo, de todo el cuerpo de Esperanza. Quieto, sintió la voz de ella.

—Tenemos toda la noche para los dos.

—Sí, ¡oh! Si llego más tarde me quedo sin mujer. —Cualquiera te lo cree… que no te vas a buscar otra.

—¿Yo, mi amor? Contigo nada más.

—San Segundo, te voy a tener que meter en nicho.

—Verdad.

—Estoy triste, Segundo.

—¿Qué es lo que me tienes que decir?

Esperanza se apretó más a él y repitió, tarareando la canción de antes.

—Te tengo que decir un sinfín de cosas: no quiero seguir esta vida.

Ella dijo esto suavísima, corno si la estuviera sosteniendo su canción, y Segundo, al mirarla así, le besó despacio los labios brotados, rojos y brillantes por la pintura.

—¡Epa! —era la voz metálica de José la Trinidá— Esperanza tiene su casa.

Segundo se apartó y sonrió al negro. Luego pidió que comer y se fue hacia adentro, junto con la mujer. En el espaldar de la silla soltó el paltó y la cachucha, apoyó la recia barbilla en los puños y se quedó mirando a Esperanza.

***

Segundo come con hambre grandísima, sorbiendo el café humeante en la tazota desconchada, mientras oye a Esperanza. Ella habla mucho, contándole cómo lo esperó tanto en estos días; sobre todo en la noche de ayer, que tenía el presentimiento de que iba a llegar.

—Ya ves. Y llegué hoy que no esperabas. Bueno, y ¿qué es lo grande que me vas a decir?

«Lo grande» no sabe ella decirlo en una frase. Son muchas cosas que le han venido pasando: que no quiere seguir esta vida; que no quiere estar obligada a buscar hombre todas las noches; que no quiere tener que aceptar a cualquiera que se le presente…

Habla apresurada y tranquila; pero Segundo comprende la tristeza de ella en la voz opaca y en la cabeza vencida de la muchacha. Entristece él también un poco y le sonríe a Espe­ranza:

—¿Hablamos después de eso? ¿quieres? No te vayas a poner llorona.

Y al momento la cara de ella vuelve a su expresión alegre. Intenta Segundo rozarla, hacerle cariños y ella se le huye sonreída.

—Te tienes que lavar muy bien antes de tocarme.

Llena de grasa la cara reidora se chancea el marinero expo­niendo sus razones a la hembra huyilona.

—Así me gustan las mujeres: limpiecitas. Ahora, que si el negro no me presta jabón vas a tener que aguantarme esté como esté.

—Te aseguro que no me tocas mientras estés así.

***

Al lado de Esperanza —bella y pura en su sueño tranquilo—piensa Segundo en las frases de ella, allá, en el botiquín de José la Trinidá. Mira a la mujer (ella dejó encendida su lamparilla rosada y barata) y entristece hasta adentro.

Pasan así las cosas en la vida. Las creemos conocidas, nues­tras y, de pronto nos damos cuenta de que son ajenas y extrañas, corno un puerto donde no hemos atracado nunca.

Igual Esperanza para Segundo. La busca desde hace mucho tiempo cada vez que llega a La Guaira. Creía que conocía aquel cuerpo maduro, la grave hondura de aquellos ojos claros, aque­llas curvas morenas, acentuadas y duras. Creía saberse de me­moria toda aquella mujer —que lo atrae corno los puertos a la balandra «Isabel»— y ahora resulta que sobre toda Esperanza la vida escondida ha puesto el verdadero color.

El la suponía una de las tantas que viven en la blanda tibia atmósfera de los cuartos iluminados en rosado cariñoso, en azul moribundo o en violeta dormido. Suponía que ella lo quería como a un capricho cualquiera, y era cariño bueno de mujer lo que ella sentía.

En su cuarto caliente y desordenado ella lo esperaba entre sus mil olores húmedos y dulces. Llegaba él de lejos, fuerte y recio, duro y serio —como si fuera honrado— y ella esperaba.

Para él sólo resultaba Esperanza la orejita donde decir ingenuos cariños groseros; la boca gruesa donde besar sabroso; estos ratos de maravilla.

Sabía él que en este cuarto bañado en luz rosada, entraban muchos hombres con sus deseos vivos; le gustaba saberlo. Y a Esperanza, en cambio, le dolía esto como un castigo.

Se la queda mirando. No le conocía ni el cuerpo, aunque creyera lo contrario. Ahora, tiene la cara suavemente triste dentro del sueño y el cuerpo solemne bajo la sábana delgada. Se la queda mirando y dentro de su pecho brotan dulces mieles de cariño. En este momento la acariciaría despacio, la besaría más serenamente que la otra que tiene allá en Juan Griego. Ha sido de repente un cariño maduro, confiado. Hasta este momento se creía obligado únicamente para la otra, para la que, segura­mente, tiene ahora en derredor de su falda los hijos de los dos.

¿Y ésta? ¿Y Esperanza? También tiene derecho. Aprieta dentro del cuerpo sus dolores corno cualquiera otra. Sólo, que nadie se preocupa más que por el cuerpo repleto de dulzuras. Avanzan hacia ella deseosos y altaneros —barcos de vela infladas— y, cuando llega el tiempo de mirarla despacio, se duermen a su lado, como duermen al lado de los muelles las balandras que terminaron viaje.

Segundo despierta a Esperanza. Con sus manos callosas la levanta del sueño.

—Negrita. Atiende. Si tú quieres vamos a vivir juntos. Tra­bajaré de pescador aquí en La Guaira. ¿Quieres?

Ella lo abraza desesperadamente y sonríe. Abrazada a Segundo se le mueren los párpados.

***

Segundo Mendoza nació aquí mismo, en La Guaira. Cuando era pequeñito correteó desmido por estas ariscas playas guaire­ñas. A lo largo de estas costas destrozadas, hechas de negras rocas, pasó Segundo la infancia, capitaneando el grupo de sus compañeros.

Aquí, en el puerto, nadaban todo el día bajo el sol de luz dura y de color macizo.

Después… alguna vez la escuela, regaños de la madre. Des­pués, sentirse el cuerpo lleno de juventud. La primera mujer y el primer viaje. (La primera mujer: entonces se hizo serio, pensó en buscar dinero).

—¡Hace ya tanto tiempo!…

Segundo piensa esto apoyado en un poste del muelle guaire­ño. Le ha dicho a Esperanza que venía a despedirse de sus compañeros. Y así es la verdad. Ha venido a eso; a decirles: –¡Adiós, mis hermanos! ¡Algún día nos vemos! ¡Que lleguen con bien!…

La madrugada se insinúa en la claridad tenue del cielo; en la «Isabel» trabajan todavía bajo la luz débil de un farol. Hay un vago olor de comida entre los olores del puerto; y las luces de los faroles sobre la cubierta de goletas y balandras, hacen creer que, en cada barco, un marinero, sombrío de color, está ca­lentando el cafecito para los demás. Hace un momento se apagó el faro. Bajo los muelles el agua oscura no ha despertado toda­vía: copia sobre sus ondas pequeñas los reflejos de todas las luces.

Segundo mira el movimiento de sus compañeros sobre la cubierta de la balandra «Isabel». Oye sus voces conocidas, mientras halan cuerdas y trabajan preparando el viaje. Segundo va nombrándolos al mirarles la cara bajo la luz del farol.

—Este negro es Simón Palma, el campanero.

Como si hubiera sentido algo, el negro se vuelve y sonríe a Segundo. Luego grita: —¡Heiiii! ¡Segundo Mendoza! ¡a que todavía haces con nosotros este viaje!

—¡Qué va, negro, me quedo!

—¡Veremos!…

Y aunque Segundo contesta con ademán de hombre resuelto, siente una íntima desconfianza: ¿él de pescador, matarse sudan­do agachado en una canoa, para luego apenas ganar? En la balandra, siquiera no gasta comida, sino que los reales son para lo que quiera. Esperanza le pedirá dinero siempre. Dirá sus temores de que no habrá nada para el siguiente día. Y la figura de la mujer se le va desvaneciendo. Será dura y fastidiosa la vida.

Ahora se ha acercado a la borda Martinote. Todos han deja­do el trabajo un momento y, desde la balandra, le gritan chanzas a Segundo Mendoza.

Martinote también es de La Guaira. Cuando pequeño se pasaba los días —baños, carreras, algazara— junto a Segundo. Es un buen amigo; seguro siempre para cuando hay necesidad. El es quien grita más:

—¡Enamorado! da lo mismo una mujer que otra. ¿Vas a dejar esperando en Carenero a la negra Socorro? Seguro va a llorar. (Martinote se ríe con una risa grande). ¿Y Adelita? ¿la vas a dejar morir solita al lado de su botella de poncigué?… ¡Ena­morado! ¿a la vejez viruela?

Martinote vuelve a reír. Luego, todos se retiran a seguir trabajando.

Ahora, vive sobre las cosas la mañana. El ambiente está puro y hay una brisa fresca, que se enreda en los pelos. Un pescador llegó hace poco con el bote repleto de brillos: su pesca de hoy.

De entre la charla de los marineros salta la voz alegre de Martinote, que habla de «el enamorado».

Segundo recuerda que una vez, cuando eran muchachos, Martinote le salvó la vida: Aquel musiú de anteojos, apoyado en la barandilla del barco enorme, tiró con fuerza la moneda de oro lejos del grupo de muchachos que esperaban abajo zambu­lléndose y gritando, esos regalos de los turistas. La mancha redonda y amarilla llegó hasta el fondo sin que ninguno la pudiera coger. Sobre la arena de lo más hondo quedó la mone­da. Todos los muchachos se hundieron, abriendo los ojos codi­ciosos y ardidos entre la masa oscura de las aguas. Segundo fue quien la logró apretar entre los dedos; se la metió en la boca y dio un talonazo en la arena blanda. Pero no tenía fuerza. Allá, en el fondo, hubiera quedado si no es por Martinote que lo haló hasta el aire. El musiú, desde la barandilla brillante del barco los vio salir juntos del agua. Segundo tenía la sonrisa del oro apretada en su sonrisa: el disquito amarillo relumbrando en la boca…

La voz de Martinote lo despierta:

—Segundo, ahorita nos vamos! ¿No vas a venir? Ahí está el bote.

En el último instante, cuando ya se despedían de él en la balandra, Segundo brincó al bote y fue a reunirse con ellos, bajo las velas hinchadas.

Ya estaba la mañana reventona de luz amarilla, cuando la balandra «Isabel» despegó de los muelles guaireños.

***

Corno a las doce no había vuelto Segundo, Esperanza se lle­gó hasta los muelles, angustiada. Le preguntó al viejo Esparza si la balandra «Isabel» había salido.

El viejo afirmó.

—¿Segundo Mendoza se fue en la «Isabel»?

—¡Gua! ¿no es marinero de ella, muchacha?

—Sí, pero yo creía… ¿está seguro, capitán?

—Lo vi saltar a bordo.

—Bueno. Gracias.

Y se fue hacia su casa subiendo despaciosa las calles empina­das de La Guaira vieja. Sin pensar, siguió hacia el botiquín de José la Trinidá, hacia «El Cuerno de la Abundancia».

Como siempre, María la negra estaba en el quicio ruinoso de su puerta.

Llamó a Esperanza. (Así era la negra, que a todo el que pa­saba tenía que decir algo).

—¿Te dejó el marinero? Espera, que a ti te llaman Esperanza. La otra noche le dijiste, yo te oí, que no querías seguir esta vida. ¿Te dijo que te iba a sostener?… Le gusta más su balandra que tú.

—Bueno; y ¿qué fue, negra loca?

—Menos juicio y más bemba tienes tú que María, y no te dicen negra loca. Sin embargo, es lo mismo. Como yo te verás. Naciste para esta vida. No te pongas brava, somos para que los amos puedan tener señoritas.

—Yo no tengo amo, negra. La esclavitud se acabó.

—¿Y la barriga? Pásate la vida sin comer y te diré reina. Esperanza entró en el botiquín mientras la negra hablaba sola frente al mar luminoso del mediodía.

—¡Reina! y no tiene ni hombre a quien querer. ¡Mira, Espe­ranza! Aquella vela en altamar es la balandra de tu negro ca­liente. Está solita en altamar.

Esperanza volvió a tiempo de oír las últimas palabras de la negra. Miró. Parecía querer tocar con la mirada cariñosa aque­lla inútil mancha de blancura que corría por medio del mar azul.

Así, mirando aquella pequeña blancura, dijo sus deseos:

—¡ Que vuelva con bien! … Negra María; dicen que tú sabes hacer brujerías buenas. Haz que vuelva Segundo y que no se me vaya.

—¿Y si sale contraria la suerte?

—¿Por qué va a salir?

—¿Tiene mujer en otra tierra?

—Sí tiene.

—¿Muchachos?

—También.

—Entonces no sirven mis aguas. Los muchachos te lo traerán o te lo quitarán.

Entristeció Esperanza. Tomó a mirar el mar.

—¿Entonces, negra?…

—Nada. Volverá así… por ratos. Alguna que otra noche, hasta que no le gustes.

—Yo lo llamé la otra noche negro verde. El es así.

—Entonces, ¿tú no sirves para nada?

—Te puedo hacer un ensalmo.

—¿No y que no tienes virtud para traerlo?

—Era por asustarte. Mi hermano lo hará. El sabe.

—¿Quién? ¿Pedro Martín?

—¡Uhú! Dentro de tres días. Quince bolívares te cuesta.

—¿Él sabe de verdad, o es fama nomás?

—El papá de nosotros lo enseñó. ¿Tú no has oído hablar de Bocú? Ese era el papá de nosotros.

***

La negra María decía la verdad.

Bocú era un negro cubano alto, flaco, recio, que un día cualquiera llegó a La Guaira, alquiló una casita en mitad del cerro y se metió en ella con su mujer.

En la puerta de su casa se le veía, apretada la cabeza por pañuelo rojo, fumando perennemente gruesos tabacos oscuros. Nunca lo encontró nadie por las calles de La Guaira. Su mujer, negrita, pequeña, delgada, de expresión tímida y vencida, era la que bajaba cada día a comprar la comida.

Poco a poco los vecinos —asombrados y miedosos—comenzaron a contarse al oído las cosas maravillosas que hacía Bocú, el cubano. Hablaban de él: que si le echó maldeojo al compadrito Antonio, que si curó a Jacinta, que si le dio un unto a la tuerta Genara, la macuteña, para amarrar a Augusto el maquinista del tren.

Hablaban de él —para bien y para mal— y lo buscaban.

Un día (María tendría entonces doce años y quince Pedro Martín), apareció muerto Bocú en una playa solitaria de Ca­murf. Tenía una herida en el cuello grueso y fuerte.

Los vecinos —asombrados y miedosos— se contaron más cosas al oído: Que si Bocú salía por las noches en los brazos del diablo; que iban entonces a buscar sus yerbas y sus huesos de muerto.

Algunos días después pusieron presa a Antonia, la italianita hija del pulpero Pagliati que vivía en Camurí. En el catre de la muchacha, mugriento y roto, los policías encontraron un cu­chillo manchado de sangre, un poco mohoso.

Los chismes del vecindario crecieron más entonces. Se ase­guró, calladamente, que desde la llegada del cubano, muchas mujeres sentían por las noches una ansia incontenible de irse hasta la playa. Dicen también que de ellas se aprovechó Bocú cuantas veces quiso. Y algunos, los malintencionados, señalan las mujeres que consiguió Bocú ayudado por el Enemigo y por sus yerbas endemoniadas.

La mujer del negro, a quien también llevaron a la cárcel, murió al poco tiempo, más flaquita y más tímida que nunca. Quedaron los hijos —María y Pedro Martín— solos y jovencitos con la fama misteriosa y atrayente, que les dejó de herencia su padre, Boa el cubano.

María se hizo mujer de marineros y soldados. Pedro Martín es colme de un botiquín —burdel de ricos—; cantador obligado también en las parrandas de los guaireños elegantes. Los dos hermanos se juntan a veces, cuando alguien les paga, para ejercer el viejo oficio con que el viejo Bocú se ganaba la vida. El más buscado es el hermano, porque, aunque chancero y sonreído, sabe decir de cuando en cuando raras palabras que parecen significar ocultas maravillas. Las mujeres le temen y dicen «que sí» siempre, cuando Pedro Martín les pide algo. (El no pidió jamás mucho, ni poco). Por eso, a más de brujo, él tiene entre la gente fama de chulo y vividor. El negro sonríe y sigue viviendo alegre y misterioso.

***

Esperanza habla con María frente al mar luminoso. Habla y, sin embargo, le molesta contarle a la negra lo que le está contando. ¿Qué le importa a María que ella adore a Segundo?…

Le ha dicho que quiere algún ensalmo para amarrar al hombre; y, al momento, se le mete en las venas un desconsuelo ansioso. Es como si fuera mentira cada una de sus verdades más queridas. Le ha contado a María, cómo antes le gustaba Segundo, pero que ahora lo quiere de otro modo, y siente que esto no es verdad y sí lo es, a la vez.

—Negra María. Me dijo la otra noche que viviría conmigo; que sería pescador en La Guaira.

El cerebro duro de Esperanza no piensa ya más nada. Dentro de ella sólo hay ansiedad. Casi odia su propósito de conseguir al hombre por medio de María; está miedosa de lo que ha pensado, y ya no le es posible cambiar.

—Dentro de tres días, negra.

—Sí. Quince bolívares.

—Bueno.

Con la cabeza baja entra al botiquín para almorzar. Afuera queda la negra hablando de sus locuras bajo el sol.

***

Una mujer desnuda —su única ropa el gran pañuelo blanco de las velas tremolando en los brazos— era la «Isabel» al salir esta mañana de La Guaira. Chirriante; alegre y sucia se echó en medio del viento sobre el mar.

Parecía una mujer. Porque todas las cosas del mar pueden parecerse a la mujer. Se hinchan las velas como pechos redondos; en el calor del sol hay un regazo ardiente y en los vientos toda una gran caricia amplia. Cuando chocan las olas, dentro de las espumas rotas, viven brazos desnudos y muslos y suaves torsos de mujer. Las tierras lejanas también son ariscas muchachitas oscuras dormidas sobre el mar.

Segundo sabe pensar estas cosas, las siente. Alguna vez las ha dicho a Martinote cuando hablan apoyados en la barandilla mohosa de la balandra «Isabel».

Esta noche, bajo el regazo de las velas, entre la enorme noche del mar lleno de ruidos y movimientos, el marinero silba y revive sus últimos días pasados con Esperanza. No siente tristeza. Ahora que está lejos, ya no es nada Esperanza. Fueron tonterías lo de la otra noche. Esperanza… ¡tonterías! Basta con una a quien darle real. Siquiera la de Juan Griego cuida los hijos. Esa será siempre, al fin y al cabo, su mujer.

A saber si tiene razón Martinote cuando le dice que él, Segundo, tiene cara de marido serio, de padre de familia. Y a saber si la cara dice la verdad. Porque goza más que con ninguna con su mujer de siempre, allá en su rancho encalado, viendo de lejos el baño de sus hijos en la playa serena de Juan Griego y abrazando con tranquilidad el cuerpo ancho, conocido y querido.

***

Esperanza llegó muy temprano al botiquín. Desde la ventana preguntó a la negra cuándo sería «la cosa». María le contestó que todavía no había llegado el hermano y que tendrían que esperarlo.

—No te preocupes. Despuesito de la media noche él vendrá. Y Esperanza, acodada en la ventana, mira al mar. Otra noche era Segundo quien estaba aquí, mirando. La mujer siente dentro del cuerpo mil culebrillas de su ansiedad y de su desespero. Pide ron a José la Trinidá y el negro viene al momento, con el vasito lleno entre los dedos oscuros, de uñas rosadas. Curioso, serio, cariñoso, hace sus preguntas.

—¿Nerviosa?

—Sí, oh.

—¿Por qué?

—Por nada, negro. Como que estoy enferma esta noche.

—¿Triste?

—¡Gua! ¡quién sabe!…

—Segundo se fue.

—Sí.

—¿Por eso?

– Quién sabe!…

—¿Le pediste brujerías a la negra María?

—¡Jesús, con tanta preguntadera!

—Está bien. ¿Más ron?

—Bueno. Trae.

En ese momento llegó el mocito que, la otra noche, bebía con Esperanza. Tirando hacia atrás el sombrero, se vino hasta la ventana y rozó el brazo redondo de la mujer. Ella casi gritó al volverse, pero sonrió al muchacho. El, comenzó a hablar: que si estaba sola, que si se iría con él.

Esperanza lo miró lento, hondo, corno queriendo entender algo extraño en las palabras del patiquín.

—¡Espérate! —y le dijo esto con’un grito silencioso— ahorita te digo.

La mujer salió y, un momento, vibró en la calle su silueta robusta antes de hundirse en la sombra. Desde la ventana la miró el mocito hablando con María. A poco, ella volvió.

—Me voy contigo. Pero, oye, necesito de urgencia quince bolívares.

—¿Te vas a comprar un ford?

—Es cosa de urgencia. Si no… tú me conoces…

—Bueno, chica. Está bien.

***

Ya un poco tarde se despidió Esperanza de su mocito enamo­rado. El quería acompañarla, pero la muchacha se opuso:

—Dé­jame sola, mi amor. Tengo que hacer ahora; y se fue hacia la casa de la negra María sintiendo sobre sus espaldas la mirada melosa del patiquín.

Cuando llegó a la casa tuvo que saludar a José la Trinidá. El negrito se rió:

—¿Ahora empieza la cosa? Te voy a vigilar.

Desde dentro la llamó la negra loca.

—Anda. Vente.

Esperanza entró temerosa, temblona. En ese momento le pareció que efectivamente no necesitaba a Segundo; que todo esto lo hacía así, como obligada. La negra cerró la puerta. Ya estaba echada la suerte.

—Ahorita viene Pedro Martín. Debe estar saliendo ya de su trabajo.

La negra, silenciosa, buscó bajo la cama y sacó una vela mohosa. Sonó la caja de fósforos en su mano y, dando vuelta al foco, dejó el cuarto a oscuras. Entre las sombras se acercó a Esperanza:

—Sostén la .vela, muchacha.

Luego, la luz del fósforo hizo saltar los perfiles de las cosas pintándolas de un amarillo descarnado. La negra, lenta, cogió la vela y apagó el fósforo con un soplo suave, mirando cómo moría la llama pequeña.

—Bocú nos acompaña.

Despacio, caminó hacia el fondo del cuarto y corrió una cortinilla de tela basta. Tras de la cortina estaba el «altar»: sobre una mesa negruzca un Cristo boca abajo; dentro de una totuma, granos de maíz y caraotas rojas; una mazorca de maíz colgaba de la pared junto a un par de maracas redondas y, su­jetos a un cromo de la Virgen del Carmen, chorreaban collares rojos y blancos y unas plumas de gallo negro. Bajo la imagen estaba otra totuma vacía y manchada.

Esperanza temblaba más. Enseñando la tapara manchada preguntó a la negra para qué servía.

—Está manchada de sangre. Ahí Bocú dejaba la sangre de los gallos. Yo no la toco. Es santa. Solamente los hombres la pue­den tocar. Por eso viene Pedro Martín.

En ese momento tocaron a la puerta. La negra enserió el semblante y preguntó:

—¿Hermano?

—¡Hermano! —y fue una voz alta de negro la que contestó.

—Espera.

La negra María se volvió a Esperanza y extendió las manos:

—Los reales.

Las monedas —plateadas como lunas a la luz de la vela—sonaron al caer en las manos de María.

—Tres fuertes —dijo Esperanza.

Está bien.

María abrió la puerta. Un negro —alto, flaco, recio— sonrió al entrar.

—Buenas noches. Bocú nos acompaña.

Decía sus frases sonriendo siempre. Parecía muy joven y se quedó mirando a Esperanza complacido. ,

—¿Tú eres la que viene para lo del ensalmo? ¿Quién fue el bruto que te dejó?

—Hermano. Ten seriedad. Bocú nos acompaña.

María habló con su voz más agria. El hermano, sin embargo, no hizo caso. Siguió su tono chancero.

No encontré gallo negro en el Mercado. Por eso compré este pollito.

—Hermano. Tiene que ser gallo y tiene que ser robado.

—No creas. La virtud está en el color de las plumas. Este pollito servirá muy bien para el caso. Señorita. Tú. La que viene a que le hagan el ensalmo. No hable, no se mueva, sienta lo que sienta, mientras yo no la mande. Bocú nos acompaña. María, negra cumbamba, mi hermana. Apaga la luz. Ya te diré cuándo debes alumbrar.

Esperanza se pegaba a la pared angustiada, llena de temores. Entre la oscuridad, la voz de los hermanos negros hacía sus rumores de misterios. Las palabras saltaban vestidas de raras excelencias. El negro decía un vago charloteo ininteligible.

—Bocú nos acompaña.

—Verdad.

—¿El hombre va por el mar?

—Por el mar.

Las voces se huyen por las rendijas de las puertas des­niveladas. Corno mariposas oscuras irán volando entre la noche negra, sobre las aguas del océano. Se ensedarán en los mástiles de la balandra «Isabel». Se harán pensamientos del marinero oscuro que silba ^una canción.

—Por el mar va, el mar lo traerá. Enciende, María, negra cumbamba, mi hermana.

La vela brotó su luz entre las manos de la negra. Ante el altarcillo escondido, Pedro Martín se adelantaba desnudo. En­tre los dedos largos, huesudos y morenos, de largas uñas ama­rillas por el tabaco, piaba el pollito negro.

—Oricha de Obatalá, que la sangre del gallo diga la verdá. Marfa, el cuchillo.

La hermana le extendió el brillante pedacito de metal; y el negro, levantándolo en el aire, recitó el ensalmo.

—Si su sangre va a decir mentira, que no salga de su cuerpo.

Brilló el cuchillo un momento y terminó el pío-pío entre las manos del negro, que se extendieron para que la sangre cayera en la tapara ennegrecida.

Esperanza, abiertos los ojazoS, miraba la escena. A cada momento que pasaba se le apretaba más el miedo en el cuerpo frío. Sobre el negro desnudo la luz temblona de la vela dibujaba sus brillos.

De pronto, Pedro Martín comenzó a cantar y a bailar. Ya no sonreía. María lo miraba asombrada y cantaba con él.

«La culebra se murió.

Sángala muleque.

La culebra se murió’

El negro movía las caderas al son de una música grave, que repetía continuamente. Cuando se detenía, miraba fijamente a Esperanza, moribunda en su temblor.

De pronto, la negra María cesó de cantar. Tendido en el suelo su cuerpo huesudo saltaba como en el mal de San Vito, apretado en el castañeteo de sus dientes, salía de su boca el rezongo religioso de «la culebra se murió».

El negro, apresurado apagó la vela. Su voz alta brincó sobre el miedo de Esperanza.           •

—A la muchacha. Venga. Bocú dice así.

Entre su rezongo moribundo la negra se opuso: —Hermano. Acuérdate. Bocú era el taita. No lo nombres en vano.

—Lo nombro con buen fin. Venga, muchacha.

Esperanza, entre la sombra densa del cuartucho iba buscan­do al negro con los brazos delante. Al tocarlo se detuvo. Pedro Martín la atrajo hacia sí y, como la muchacha se oponía débil­mente, siguió diciendo:

—El ensalmo lo necesita.

Entre la sombra densa del cuartucho su voz cálida se extendió:

—¡Eres divina, mi amor!…

Luego, volvió a sonar su alegría de siempre:

—María, negra cumbamba, mi hermana. Enciende la luz.               •

Se oyó el moverse de la negra. Luego de encenderla,. ella clavó la vela en el pico verde de una botella sucia.

—Descansen un rato —dijo Pedro Martín— para terminar la ceremonia.

Comenzó a vestirse. Ya de calzones y camisa llamó a su hermana:

—Trae los caracoles.

La negra buscó bajo la mesa y sacó un saquito rojo dentro del que sonaba el choque de las conchas marinas. Sobre el «altar» vació el saquito. Pedro Martín se acercó luego. Detenidamente miraba el cadáver del pollito, la sangre en la totuma y las conchas de los caracoles. Esperanza, sentada en el suelo, sin pensar en nada, miraba.

—Vendrá —dijo el negro. Y Esperanza, como si sólo esperara la palabra de Pedro Martín, cayó en el suelo desvanecida.

Los dos negros, asustados, la levantaron en brazos y la ten­dieron sobre la colcha rameada de la cama.

—Compra ron —dijo María— y con eso coges tus reales. Torna. Un fuerte.

—¿Un fuerte? Lo menos dos.

—Bueno, pues. Toma.

—¡ Gua! Ya lo creo. Y no te pido más, porque… por nada.

Al poco rato volvió Pedro Martín con la copita llena. La hizo tornar a Esperanza y, cuando la vio abrir los ojos, le habló cariñosamente.

—Ahora a dormir, muchachita. Estás débil. Te acompañaré hasta tu casa.

Y le habló de Segundo: que él lo conocía mucho; que era muy buen tercio; que una vez lo buscó para que le hiciera un tatuaje.

—Yo lo sé hacer muy bien. Así que cuando quieras… a Se­gundo le pinté en el pecho una culebra con cabeza de mujer. —Yo se la he visto —dijo Esperanza.

—¿Nos vamos? Te acompaño hasta tu casa.

Saludaron a María y se fueron mientras la negra lo despedía con sus gritos.

—Vendrá el negro verde. Para siempre. San Marcos de León lo salve de todo mal. San Marcos de León lo trae.

***

Esperanza, ansiosa y alegre, mira esta mañana el mar luminoso de La Guaira. Ella estaba en el botiquín de José la Trinidá, un poco ausente, cuando el grito de María la hizo saltar.

—¡Muchacha! La balandra de tu hombre viene por frente a Macuto. Por ahí viene tu hombre. A mí me lo debes. Salió bueno el ensalmo. Si no lo quieres perder sígueme buscando.

—¿Y si no viene?

—¿No va a venir?… Ya lo verás.

***

El tiempo pasa lento. En la luz del sol —en el calor de la hora— sienten las mujeres el latir despacioso de los segundos. Esperanza mira, con la mirada más firme de sus ojos grandes, la desembocadura del callejón, mientras la negra María, muerta, dura, las manos de largas uñas arañando el polvo de la calle, murmura sus lentas palabras de loca.

—Por sobre el agua viene llégando. Negro de agua. Marine­ro. Por sobre el agua. San Marcos lo salva. Ni sierpe, ni,fiebre lo toquen, ni las manos de sus enemigos. Como el Señor Nues­tro, viene sobre las aguas.

—No hable, negra —grita Esperanza— ¿va a venir?

—Tú lo verás. San Marcos de León lo trae. Tú lo verás. Esta noche lo podrás abrazar. ¡Negra! ¡A buen momento!

La mancha de unas nubes, sobre la tierra fofa de la calle, marcaba en los ojos de las mujeres la lentitud del tiempo. La sombra de los aleros —recia— apenas apagaba su ansiedad.

***

En la tarde, ya definitivamente triste, Esperanza bajó a los muelles. Al lado de su atracadero habitual la balandra «Isabel» descansaba tranquila. La muchacha no tuvo tiempo de preguntar a alguien. Martinote, sentado en un pedazo grande de madera, la llamó:

—Segundo Mendoza es ahora capitán de un falucho. Navega nada más que por Oriente. No volverá. Si me quieres a mí para esta noche…

Esperanza sonrió llorosa.

—Es la primera vez que te fijas en mí, Martinote.

¿Tú crees? ¡Qué va, negra! Si tú siempre me has gustado…

—Bueno, Martinote. Pero llevas bastante real ¿sabes? Nos vamos a emborrachar hasta dormimos.

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