sábado, 25 de octubre de 2008

I. Grecia y Sicilia

Apolo trágico

Mediodía: la hora del crimen en Micenas.
-¡Apolo! ¡Oh, Apolo, mi asesino!
¿Quién está aullando de esa manera? Casandra. Ha caído Troya, arden hogueras en
las cumbres de la Argólida y los poetas se encargarán de que esos fuegos duren cerca de
treinta siglos. En las pendientes de Micenas florecen amapolas rojas, están como
engalanadas por orden de Clitemnestra. Pero su color no es el del crimen: sólo el del
verano. En lo alto de la Acrópolis, la cuadriga se detiene chirriando ante la puerta de las
Leonas; la puerta se abre con otro chirrido. Agamenón, víctima designada, toro que se cree
dios, pone el pie sobre alfombras de púrpura, demasiado fastuosas como sabe la misma
Reina, demasiado sagradas para un hombre, que atraen la envidia divina y justifican por
anticipado el desastre. Arriba, en el cuarto de baño de palacio, los amantes adúlteros afilan
sus cuchillos como posaderos decididos a sangrar al extranjero, porque después de diez
años de guerra, de gloria y de ausencia, Agamenón ya no es más que un extranjero para el
corazón de Clitemnestra.

Sentada bajo un arco, en el patio, Casandra espera a que la llamen a aquel palacio
sepulcro. Amada por Apolo, Casandra negó antaño sus favores al dios. Con conocimiento
de causa, esta mujer que conoce el porvenir ha preferido las servidumbres humanas a los
abrazos del dios. Su castigo por haber rechazado al sol parece dimanar de su crimen: sus
predicciones siempre permanecerán oscuras. Apolo no le concedió el don de que sus
oráculos se entiendan. Todo sucede como si nadie la oyese gritar. Las calamidades no han
cesado de abatirse sobre su pueblo, pese a esta loca que profetiza en la sombra.
Esclava, exiliada, huérfana vestida de negro, Casandra no acusa al rey que la arrastra
a la muerte, ni a la esposa ofendida que ya está levantando el hacha, ni a la belleza fatal de
Helena que, sin embargo, es el origen de todos sus males. Acusa a Dios, se remonta al Sol
como causa de todo. Sabe que Apolo se reserva la venganza: Egisto y Clitemnestra
servirán, todo lo más, de mango y de filo al cuchillo celeste. Apolo, dios de los caminos,
dueño de las pistas por donde galopan los caballos de la mañana, ha llevado a la extranjera
a aquella mala posada.

Resuenan aullidos; en el cuarto de baño, Agamenón agoniza entre vapores rojos. La
reina la llama a gritos y, aunque sabe a donde va, Casandra se precipita para reunirse con
ese moribundo cuyo lecho compartió y cae en medio del patio fulminada por el sol. En la
pendiente fatal ya no queda nadie. El guardián de las ruinas duerme en la garita del portero
de palacio que ahora es de Egisto. Al final de la cuesta, el propietario del «Hotel de la Bella
Helena» cierra los postigos para escapar al fuego del cielo. Apolo, dios celoso, reina él solo
sobre la colina de Micenas, espléndido puñal en un seno de oro.

Peregrina y extranjera



Fuente:factorserpiente@gruposyahoo.com.ar

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