A 75 años de la quema de libros, los nazis aún ganan
Alemania se preparar para recordar este 10 de mayo el 75 aniversario de la quema de libros de laBebelplatz de Berlín. Culminando el proceso de purga que el partido Nazi había estado realizando desde su llegada al poder en los círculos intelectuales y académicos, miles de libros de autores “peligrosos” y “antigermánicos” fueron arrojados a la hoguera por los voluntarios de las SA y ciudadanos corrientes, en una forma de aquelarre que retrotrajo a Europa a épocas más oscuras, aunque quizás no tanto como las que estaban por venir. Desde su atril Goebbels, maestro de orquesta, proclamaba que Alemania comienza a limpiarse interna y externamente…
Cuenta la leyenda que Sigmund Freud comentó al enterarse: Es un gran progreso con respecto a la Edad Media. Ahora queman mis libros pero entonces me hubieran quemado a mi.Tres cuartos de siglo después, los alemanes descubren con rubor que los nazis lograron, al menos en cierta medida, su objetivo. No acabaron con Freud, Bertolt Brecht o Heinrich Mann, pero si consiguieron hacer desaparecer la obra de numerosos autores contemporáneos menores.
Es por ello que el Consejo de Cultura alemán se ha propuesto dedicar el 75 aniversario de tan triste acontecimiento a la recuperación de la memoria histórica y bibliográfica de esos autores. El ensayista Volker Weidermann, autor de El libro de los libros quemados, ha desenterrado a 131 de estos escritores. De sus nombres sólo nos suenan unos pocos: Lion Feuchtwanger, Emil Ludwig. Heinrich Mann, Theodor Plevier, Erich Maria Remarque, Arnold Zweig…. Y es cierto que la mayoría no hubiera pasado a la historia por su trabajo. Pero Weidermann justifica su reivindicación con una cita de Philip Roth: Todos los escritores quemados por el III Reich fueron dignificados por las llamas.
Los motivos para verse incluídos en la lista negra elaborada por el bibliotecario Wolfgang Hermann fueron diversos. Algunos como Zweig fueron condenados por promover el pacifismo, otros por sus tendencias comunistas o socialistas, otros, simplemente, por cultivar un modernismo revolucionario y librepensador que irritaba a los nazis. Aunque el billete estrella para la hoguera era, evidentemente, el de ser judío. Es lo que le sucedió a Arthur Holitscher, un oscuro escritor de principios de siglo que, como señala Weidermann, conoció la imortalidad de una manera irónica: sirviendo de modelo para el grotesco Detlev Spinell, personaje del Tristán de Thomas Mann.
A ellos, los grandes y pequeños, les une el haberse enfrentado a un drama en común. Los gigantes prevalecieron pero los pequeños fueron engullidos por el oscurantismo y la histeria. Tuvieran talento o no, desearan ser mártires de la razón o no, estos escritores se encontraron siendo la avanzadilla de una batalla que ya se estaba librando años antes de las trincheras, los bombardeos y los campos de extermino. Es cierto lo que dice Roth, los nazis dignificaron su obra quemándola. Fue un símbolo de la muerte de la razón que permitiría las matanzas de después. Los autores anónimos represaliados son como los soldados desconocidos disueltos en los campos de batalla. La pura casualidad no les hizo héroes y es por ello que les debemos aún más la memoria.
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