XXI. LAS RIBERAS DEL OLVIDO
Marcel Proust (fragmento de Los placeres y los días)
“Dicen que la Muerte embellece a los que hiere y exagera sus virtudes, pero en general es más bien la vida la que los perjudicaba. La muerte, ese testigo compasivo a irreprochable, nos enseña, de acuerdo a la verdad, de acuerdo a la caridad, que en cada hombre hay, por lo común, más bien que mal.” Lo cual dice aquí Michelet de la muerte, es quizás más verdadero con respecto a la muerte que sigue a un gran amor desdichado. El ser que tras habernos hecho sufrir tanto, ya no es nada para nosotros, ¿es bastante decir, de acuerdo a la expresión popular, “que ha muerto para nosotros”? Lloramos a los muertos, los seguimos amando, soportamos largo tiempo el irresistible atractivo del encanto que les sobrevive y que nos devuelve a menudo junto a sus tumbas. El ser, por el contrario, que todo nos lo ha hecho experimentar y de cuya esencia estamos saturados, no puede ya hacer pasar sobre nosotros la sombra misma de una pena o de una alegría. Está más muerto para nosotros. Después de haberlo considerado como la única cosa de valor en este mundo, después de haberlo maldecido, después de haberlo despreciado, nos es imposible juzgarlo, apenas se señalan los rasgos de su cara frente a los ojos de nuestro recuerdo, agotados de haber estado largo rato fijados en ellos. Pero ese juicio sobre el ser amado, juicio que ha variado tanto, torturando tan pronto con sus clarividencias a nuestro corazón ciego, tan pronto encegueciéndose también para ponerle término a ese cruel desacuerdo, debe cumplir una última oscilación. Como esos paisajes que se descubren únicamente desde las cimas, desde las alturas del perdón aparece en su valor verdadero la que estaba más que muerta para nosotros después de haber sido nuestra vida misma. Sólo sabíamos que no correspondía a nuestro amor; comprendemos ahora que tenía por nosotros verdadera amistad. No es el recuerdo el que la embellece, es el amor que la agraviaba. Para aquel que lo quiere todo y al que todo, de alcanzarlo, no le bastaría, recibir un poco le parece una absurda crueldad. Ahora comprendemos que era un don generoso de aquella que no desalentaran nuestra desesperación, nuestra ironía, nuestra tiranía perpetua. Siempre fue dulce. Varias frases recordadas hoy, nos parecen de una indulgente precisión, llenas de encanto varias frases de ella, que creíamos incapaz de comprendernos, porque no nos amaba. Nosotros, al contrario, hemos hablado de ella con egoísmo injusto y severidad. ¿No le debemos mucho, acaso? Si esa marea alta del amor se ha retirado para siempre, sin embargo, cuando paseamos dentro de nosotros mismos, podemos recoger extrañas caparazones encantadoras y al acercarlas al oído, oír con un placer melancólico y sin sufrir más, el amplio rumor de antaño. Entonces pensamos con enternecimiento en aquella que para nuestra desgracia fue más amada de lo que amaba. Ya no es “más que muerta” para nosotros. Es una muerta que uno recuerda afectuosamente. La justicia quiere que enderecemos la idea. que teníamos de ella. Y con la todopoderosa virtud de la justicia, resucita en espíritu en nuestro corazón para aparecer en ese juicio final que realizamos lejos de ella, con calma y los ojos sumidos en llanto.
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