RELATO POLICIAL DE PABLO DE SANTIS Extrañas muertes
La Traducción Por PABLO DE SANTIS (Planeta) 183 páginas
Las ratas, de José Bianco -escribió Borges en la década del 40-, es uno de los pocos libros argentinos que recuerdan que hay un lector: un hombre silencioso cuya atención conviene retener, cuyas previsiones hay que frustrar, delicadamente, cuyas reacciones hay que gobernar y que presentir, cuya amistad es necesaria, cuya complicidad es preciosa. ¿Cuántos escritores de nuestro tiempo sospechan esa necesidad? ¿Cuántos, en vez de interesar al lector, no se proponen abrumarlo e intimidarlo?"La traducción, finalista del Premio Planeta 1997, afirma a Pablo De Santis como uno de esos pocos que Borges supo reconocer en Bianco.
Narrada en primera persona, la historia transcurre cinco años antes del momento del relato en una ciudad fantasma de la costa argentina. Allí se realizó un congreso de traductores al que Miguel De Blast -40 años, casado, reacio a participar de esos eventos- asistió atraído por la presencia anticipada de una mujer con la que quince años atrás estuvo involucrado. Allí se encontrará también con un antiguo rival al que, como es debido, secretamente admira. El triángulo vuelve a armarse. Paralelamente, una serie de extrañas muertes complica la posición de unos respecto del otro, y, en ese juego de vértices cambiantes, Miguel se debatirá entre el amor a la mujer perdida, el odio a su colega y la búsqueda de la versión real de los hechos, cifrada en el denominador común de una moneda.
Pero bien. ¿Qué prueba que un novelista piensa en el lector? La respuesta: la conciencia extrema del lenguaje como vehículo ideal y exclusivo sobre el cual montar una historia y hacerla andar por los rieles de la tensión narrativa, únicos rieles posibles para llegar al lector con esa otra historia que siempre hay detrás de la aparente historia y que, en general, llamamos "sentido de la novela". A esa historia, Edward M. Forster la llamaba "fantasía y profecía". "Las palabras -escribió- contienen algo ajeno a su simplicidad." Ese "algo", para Forster, tenía por tema el universo, "o algo universal", que no necesariamente debía "hablar" sobre el universo sino "proponerse cantar" sobre él para que el carácter extraño de la melodía que se eleva en las salas de la novela causara entonces una conmoción en el lector. A cada paso, De Santis es consciente de ese canto y de ese "cierto acento en la voz del novelista" que saca a las palabras de la literalidad para convertirlas en literatura. Hay en la mirada de De Santis un conocimiento silencioso de las relaciones humanas, de aquello que, por debajo de la aparente comunicación de las palabras, comunica más verdaderamente a las personas. De Santis consigue pasar esto a un primer plano sin ponerlo explícitamente de relieve: maneja bien los silencios e inyecta a las descripciones y a los diálogos un matiz de cosa inconclusa que produce, misteriosamente, el efecto contrario de lo inacabado. De Santis lo sabe y lo busca. "Ese libro -dice uno de los personajes- me sirvió mucho en mis investigaciones. No tanto por lo que dice, como por lo que no dice. Para entenderlo hay que saber leer las alusiones, los vacíos." Como en esos dibujos prefigurados por puntos o números que uno debe ir uniendo con líneas para poder completarlos, De Santis elige con justeza la distancia entre punto y punto, conoce la dimensión de sus espacios, ve en cada uno de ellos el recipiente necesario para que la imaginación del lector encuentre allí su sitio y repose, y para que el texto, entonces, como un destino que se cumple, finalmente tome cuerpo. Un ejemplo: "Cuando estaba por dejar la mesa, apareció Ana (la mujer con la que estuvo involucrado quince años atrás). Vestía una gigantesca campera verde. Pensé con celos que la había heredado de algún hombre. ¿Te acordás de esta campera? -preguntó-. Espero que no la reclames. Se sentó y pidió un café". Un ejemplo más: "Ana hizo saltar una de las monedas en el aire. ¿Dónde estaban? -preguntó-. En la boca, debajo de la lengua -dije-. Tiró las monedas sobre la cama, como si bruscamente se hubieran convertido en otra cosa. Las palabras moldean la materia en segundos". Bajo este mismo criterio, De Santis enfrenta las escenas de mayor dramatismo -aquellas que, en sí mismas, ya encierran un determinado poder emotivo- con un laconismo conscientemente buscado: sabe que, en términos formales, la literatura es mentir y que la mejor literatura es la que mejor miente. Sabe que, entre las muchas maneras de mentir -como escribió Onetti-, existe una, "la más repugnante de todas", que es "decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos". De Santis delega esa responsabilidad (otorgar un alma a los hechos), no como un acto de traición sino de generosidad y respeto hacia ese cómplice sin el cual ningún libro se completa. Más que concebir y pensar en el lector, confía en él. No le explica lo innecesario, no busca impresionarlo con malabares del lenguaje. Como en Bia Sin embargo, también es cierto que, a lo largo de toda la novela y debido a estas virtudes, pareciera existir una promesa que no llega a consumarse: la promesa de un regreso al punto inicial del relato, a la actualidad de De Blast, a este presente en el que, tras cinco años y con la historia ya contada, el narrador exhibe los móviles que lo llevaron a recordar esta historia y a explicar por qué, como dice al final del primer capítulo, "los objetos que llevan inscripciones tales como Recuerdo de... rara vez son recuerdo de algo". "El faro, en cambio -agrega allí De Santis-, me sigue enviando señales de advertencia." Luego del final, la trama se repliega sobre sí misma, cada pieza ocupa su lugar, el instrumento de relojería queda armado. Pero, de pronto, se filtra en el lector una ligera desazón: sin ese regreso al presente de De Blast, lo anecdótico se impone más de lo necesario por sobre el sentido general de la novela, hasta llegar casi a eclipsarlo.
Un libro, antes que nada, es tiempo por vivir. De Santis escribió una hermosa novela o, lo que es lo mismo, una larga sucesión de momentos de felicidad. DIEGO BAGNERA |
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