domingo, 28 de abril de 2013

Batracomiomaquia


HOMERO

BATRACOMIOMAQUIA
O LUCHA DE LAS RANAS CON LOS RATONES




CANTO ÚNICO

Al comenzar esta primera página, ruego al coro del Helicón que venga a mi alma para entonar el canto que recientemente consigné en las tablas, sobre mis rodillas —una lucha inmensa, obra marcial llena de bélico tumulto— deseando que llegue a oídos de todos los mortales cómo se distinguieron los ratones al atacar a las ranas, imitando las proezas de los gigantes, hijos de la tierra. Tal como entre los hombres se cuenta, su principio fue del siguiente modo:

Un ratón sediento, que se había librado del peligro de una comadreja, sumergía su ávida barba cerca de allí, en un lago, y se refocilaba con el agua dulce como la miel cuando le vio una vocinglera rana, que en el lago tenía sus delicias y le habló de esta suerte:

—Forastero, ¿quién eres? ¿De dónde viniste a estas riberas? ¿Quién te engendró? Dímelo todo sinceramente: no sea que yo advierta que mientes. Si te considerare digno de ser mi amigo, te llevaré a mi casa y te haré muchos y buenos presentes de hospitalidad. Yo soy Hinchacarrillos y en el lago me honran como perpetuo caudillo de las ranas: crióme mi padre Lodoso y me dio a luz Reinadelasaguas, que se había juntado amorosamente con él a orillas del Erídano. Pero noto que también eres hermoso y fuerte, más aún que los otros; y debes de ser rey portador de cetro y valeroso combatiente en las batallas. Mas sea, declárame pronto tu linaje.

—¿Por qué me preguntas por mi linaje? Conocido es de todos los hombres y dioses y hasta de las aves que vuelan por el cielo. Yo me llamo Hurtamigas, soy hijo del magnánimo Roepán y tengo por madre a Lamemuelas, hija del rey Roejamones. Pero, ¿cómo podrás conseguir que sea tu amigo, si mi naturaleza es completamente distinta de la tuya? Para ti la vida está en el agua, mas yo acostumbro roer cuanto poseen los hombres: no se me oculta el pan floreado que se guarda en el redondo cesto; ni la gran torta rociada de sésamo; ni la tajada de jamón; ni el hígado, dentro de su blanca túnica; ni el queso fresco, de dulce leche fabricado; ni los ricos melindres, que hasta los inmortales apetecen; ni cosa alguna de las que preparan los cocineros para los festines de los mortales, echando a las ollas condimentos de toda especie.

Jamás huí de la gritería horrenda de las batallas, sino que siempre me encamino hacia el tumulto y pronto me mezclo con los combatientes más avanzados. No me espanta el hombre con su gran cuerpo, pues encaramándome a la cama en que reposa le muerdo la punta del dedo y hasta le cojo por el talón sin que le venga ningún dolor ni le desampare el dulce sueño mientras yo le muerdo. Dos son los enemigos de quienes en gran manera lo temo todo en toda la tierra: el gavilán y la comadreja, que me causan terribles pesares; y también el luctuoso cepo, donde se oculta traidora muerte. Pero temo mucho más a la comadreja, que es fortísima y, cuando me escondo en un agujero, al mismo agujero va a buscarme. No como rábanos, ni coles, ni calabazas ni me nutro de verdes acelgas ni de apio; que estos son vuestros manjares, alimentos propios de los que habitáis en la laguna.

A estas razones Hinchacarrillos contestó sonriendo: —¡Oh forastero! Mucho te envaneces por lo del vientre; también las ranas tenemos muy muchas cosas admirables de ver, así en el lago como en la tierra firme. Pues el Cronión nos dio un doble modo de vivir y podemos saltar en la tierra y zambullir nuestro cuerpo en el agua, habitando moradas que de ambos elementos participan. Si quieres comprobarlo, muy fácil te ha de ser: monta sobre mi espalda, agárrate a mí para que no resbales y llegarás contento a mi palacio. Así dijo; y le presentó la espalda. El otro, subiendo al punto con fácil salto, asióse con las manos al tierno cuello. Y al principio regocijábase contemplando los vecinos puertos y deleitándose con el nado de Hinchacarrillos; mas, así que se sintió bañado por las purpúreas olas, brotáronle copiosas lágrimas y, tardíamente arrepentido, se lamentaba y se arrancaba los pelos, apretaba con sus pies el vientre de la rana, le palpitaba el corazón por lo insólito de la aventura y anhelaba volver a tierra firme; y en tanto el glacial terror le hacía gemir horriblemente. Extendió entonces la cola sobre el agua, moviéndola como un remo, y, mientras pedía a las deidades que le dejaran arribar a tierra firme, iban bañándolo las purpúreas ondas. Gritó, por fin, y estas fueron las palabras que profirió su boca:

—No fue así ciertamente como llevó sobre los hombros la amorosa carga el toro que, al través de las olas, condujo a Creta la ninfa Europa; como, nadando me transporta a mí sobre los suyos esta rana que apenas levanta el amarillo cuerpo entre la blanca espuma.

De súbito apareció una hidra, con el cuello erguido sobre el agua ¡Amargo espectáculo para entrambos! Al verla, sumergióse Hinchacarrillos, sin parar mientes en la calidad del compañero que, abandonado, iba a perecer. Fuese, pues, la rana a lo hondo del lago y así evitó la negra muerte. El ratón, al soltarlo la rana, cayó en seguida de espaldas sobre el agua; y apretaba las manos; y, en su agonía, daba agudos chillidos. Muchas veces se hundió en el agua, otras muchas se puso a flote coceando; pero no logró escapar a su destino. El pelo, mojado, aumentaba aún más su pesantez. Y pereciendo en el agua, pronunció estas palabras:

—No pasará inadvertido tu doloso proceder, oh Hinchacarrillos, que a este náufrago despeñaste de tu cuerpo como de una roca. En tierra, oh muy perverso, no me vencieras ni en el pancracio, ni en la lucha, ni en la carrera; pero te valiste del engaño para tirarme al agua. Tiene la divinidad un ojo vengador, y pagarás la pena al ejército de los ratones sin que consigas escaparte.

Diciendo así, expiró en el agua. Mas acercó a verlo Lameplatos, que se hallaba en el blando césped de la ribera; y, profiriendo horribles chillidos corrió a participarlo a los ratones. Así que éstos se enteraron de la desgracia, todos se sintieron poseídos de terrible cólera. En seguida ordenaron a los heraldos que al romper el alba convocaran a junta en la morada de Roepán, padre del desdichado Hurtamigas, cuyo cadáver aparecía tendido de espaldas en el estanque, pues el mísero ya no se hallaba próximo a la ribera, sino que iba flotando en medio del ponto. Y cuando, al descubrirse la aurora, todos acudieron diligentes, Roepán, irritado por la suerte de su hijo, se levantó el primero y les dijo estas palabras:

—¡Oh amigos! Aunque a mí solo me han hecho padecer las ranas tantos males, la actual desventura a todos nos alcanza. Soy muy desgraciado, puesto que perdí tres hijos. Al mayor lo mató la odiosísima comadreja, echándole la zarpa por un agujero. Al segundo lleváronlo a la muerte los crueles hombres, con novísimas artes, inventando un lígneo armadijo que llaman ratonera y es la perdición de los ratones. Y el que era mi tercer hijo, tan caro a mi y a su veneranda madre, lo ha ahogado Hinchacarrillos, conduciéndolo al fondo de la laguna. Mas, ea, armaos y salgamos todos contra las ranas, bien guarnecido el cuerpo con las labradas armaduras.

Diciendo semejantes razones, a todos les persuadió a que se armaran; y a todos los armó Ares, que se cuida de la guerra. Primeramente ajustaron a sus muslos, como grebas, vainillas de verdes habas bien preparadas, que entonces abrieron y que durante la noche habían roído de la planta. Pusiéronse corazas de pieles con cañas, que ellos mismos habían dispuesto con gran habilidad, después de desollar una comadreja. Su escudo consistía en una tapa de las que llevan en el centro los candiles; sus lanzas eran larguísimas agujas, broncínea labor de Ares; y formaba su morrión una cáscara de guisante sobre las sienes.

Así se armaron los ratones. Las ranas, al notarlo, salieron del agua y, reuniéndose en cierto lugar, celebraron consejo para tratar de la perniciosa guerra. Y mientras inquirían cuál fuera la causa de aquel levantamiento y de aquel tumulto, acercóseles un heraldo con una varita en la mano —Penetraollas, hijo del magnánimo Roequeso— y les anunció la funesta declaración de guerra, hablándoles de esta suerte: —¡Oh ranas! Los ratones os amenazan con la guerra y me envían a deciros que os arméis para la lucha y el combate, pues vieron en el agua a Hurtamigas, a quien mató vuestro rey Hinchacarrillos. Pelead, pues, los que más valientes seáis entre las ranas.

Diciendo así, les declaró el mensaje. Su discurso penetró en todos los oídos y turbó la mente de las soberbias ranas. Y como ellas increparan a Hinchacarrillos, éste se levantó y les dijo:

—¡Amigos! Ni he dado muerte al ratón, ni le he visto perecer. Debió de ahogarse mientras jugaba a orillas del lago, imitando el nadar de las ranas; y los perversos me acusan a mí que soy inocente. Mas, ea, busquemos de qué manera nos será posible destruir los pérfidos ratones. Voy a deciros la que me parece más conveniente. Cubramos el cuerpo con las armas y coloquémonos todos en los bordes más altos de la ribera, en el lugar más abrupto; y cuando aquéllos vengan a atacarnos, asgamos por el casco a los que a nosotros se aproximen y echémoslos prestamente al lago con sus mismas armaduras. Y después que se ahoguen en el agua, pues no saben nadar, erigiremos alegres un trofeo que el ratonicidio conmemore.

Diciendo así, a todos les persuadió a que se armaran. Cubrieron sus piernas con hojas de malva; pusiéronse corazas de verdes y hermosas acelgas, transformaron hábilmente en escudos unas hojas de col; tomaron a guisa de lanza sendos juncos, largos y punzantes; y cubrieron su cabeza con yelmos que eran conchas de tenues caracoles. Vestida la armadura, formáronse en lo alto de la ribera, blandiendo las lanzas, llenos de furor.

Entonces Zeus llamó a las deidades al estrellado cielo y, mostrándoles toda la batalla y los fuertes combatientes, que eran muchos y grandes y manejaban luengas picas —como si se pusiera en marcha un ejército de centauros o de gigantes— preguntó sonriente "¿Cuáles dioses auxiliarán a las ranas y cuáles a los ratones?" Y dijo a Atenea:

—¡Hija! ¿Irás por ventura a dar auxilio a los ratones, puesto que todos saltan en tu templo, donde se deleitan con el vapor de la grasa quemada y con manjares de toda especie?

—¡Oh padre! Jamás iré a prestar mi auxilio a los afligidos ratones, porque me han causado multitud de males, estropeando las diademas y las lámparas para beberse el aceite. Y aun me atormenta más el ánimo otra de sus fechorías: me han roído y agujereado un peplo de sutil trama y fino estambre que tejí yo misma; y ahora el sastre me apremia por la usura —¡situación horrible para un inmortal!— pues tomé al fiado lo que necesitaba para tejer y ahora no sé como devolverlo. Mas ni aun así querré auxiliar a las ranas, que tampoco tienen ellas sano juicio: pues recientemente, al volver de un combate en que me cansé mucho, me hallaba falta de sueño y no me dejaron pegar los ojos con su alboroto; y estuve acostada, sin dormir y doliéndome la cabeza, hasta que cantó el gallo. Ea, pues, oh dioses, abstengámonos de darles nuestra ayuda: no fuese que alguno de vosotros resultase herido por el punzante dardo, pues combatirán cuerpo a cuerpo, aunque una deidad se les oponga; y gocémonos todos en contemplar desde el cielo la contienda.

Así dijo. Obedeciéronla los restantes dioses y todos juntos se encaminaron a cierto paraje. Entonces los cínifes preludiaron con grandes trompetas el fragor horroroso del combate; y Zeus Cronida tronó desde el cielo, dando la señal de la funesta lucha.

Primeramente Chillafuerte hirió con su pica a Lamehombres, que se hallaba entre los más avanzados luchadores, clavándosela en el vientre, en medio del hígado: el ratón cayó boca abajo, se le mancharon las tiernas crines, y, al venir a tierra con gran ruido, las armas resonaron sobre su cuerpo. Después Habitagujeros, como alcanzara a Cienolento, le hundió en el pecho la robusta lanza: hizo presa en el caído la negra muerte y el alma le voló del cuerpo. Acelguívoro mató a Penetraollas, tirándole un dardo al corazón, y en la propria orilla mató también a Roequeso.

Comepan hirió en el vientre a Muchavoz, que cayó boca abajo y el alma le voló de los miembros. Gozalago al ver que Muchavoz se moría, adelantóse e hirió a Habitagujeros en el delicado cuello con una piedra como de molino y a éste la oscuridad le veló los ojos.

Grandemente apesarado Albahaquero hirió al ratón con el aguzado junco, sin que luego se le acercara para recobrar la lanza. Así que lo vio Lamehombres, dirigióle un brillante dardo y no le erró, pues se lo clavó en el hígado. Y como viera que Comecosto huía, cayóse al pie de la elevada orilla. Pero ni aun así cesó de luchar, sino que le hirió; y éste vino al suelo para no levantarse más; tiñóse el lago con la purpúrea sangre y el ratón quedó en la ribera envuelto en las delgadas cuerdas de sus intestinos.

Juncalero, al ver a Taladrajamones, entró en gran temor, tiró el escudo y huyó, echándose de un salto en el agua. El irreprensible Reposaenelcieno mató a Pastinascívoro y Gozaenelagua dio muerte al rey Roejamones, hiriéndole con un canto en la parte superior de la cabeza: el cerebro le fluía al ratón por la nariz y la tierra se manchaba de sangre.

Lameplatos mató al irreprensible Reposaenelcieno, acometiéndole con la lanza; y a éste la obscuridad le veló los ojos. Puerrívoro, al verlo, cogió por el pie a Oliscasado y, apretándole con la mano el tendón, lo ahogó en el lago.

Ladrondemigajas quiso vengar a su difunto compañero e hirió a Puerrívoro en el vientre, en medio del hígado: cayó a sus pies la rana y el espíritu de la misma fuese al Hades. Andaentrecoles, cuando lo vio, tiróle desde lejos un puñado de cieno, que le manchó el rostro y por poco no le ciega.

Encolerizóse el ratón y cogiendo con su robusta mano una enorme piedra que había en la llanura, verdadera carga de la tierra, con ella hirió a Andaentrecoles debajo de las rodillas: quebróse toda la pierna derecha de la rana, y cayó ésta de espaldas en el polvo. Vocinglero acudió en su auxilio y, acometiendo a Ladrondemigajas, le hirió en medio del vientre: envasóle todo el aguzado junco y, al arrancarle la pica con su robusto brazo, todos los intestinos se desparramaron por el suelo.

Y así que lo vio en lo alto de la ribera Habitagujeros —el cual, hallándose sumamente abatido, se retiraba del combate cojeando— saltó a un foso para escapar de la horrible muerte. Roepán hirió en la extremidad del pie a Hinchacarrillos; y éste, afligido, diose en seguida a la fuga y saltó el lago.

Alguívoro, cuando le vio caído y casi exánime, abrióse paso por entre los combatientes delanteros y acometió a Roepán con el aguzado junco, mas no logró romperle el escudo y en éste se quedó clavada la punta de la pica. Pero le hirió en el eximio casco de cuádruple penacho, haciéndose émulo del propio Ares, el divinal Catorégano, único combatiente que sobresalía entre la muchedumbre de las ranas. Mas arremetieron contra él y, al verlo, no se atrevió a esperar a los esforzados héroes y fue a sumergirse en lo profundo del lago.

Figuraba entre los ratones el mancebo Robaparte, señalado entre todos e hijo del irreprensible Roedor que acecha el pan. Roedor fue a su casa y mandó a su hijo que interviniera en el combate, y éste aseguró, braveando, que había de exterminar el linaje de las ranas. Púsose cerca de ellas con ganas de combatir reciamente; rompió por la mitad una cáscara de nuez y armóse metiendo las manos en ambos fragmentos. Temerosas las ranas fuéronse todas al lago. Y aquél hubiera llevado a cabo su propósito, pues su fuerza era grande, si no lo hubiese advertido en seguida el padre de los hombres y de los dioses. El Cronión se compadeció entonces de las ranas, que perecían, y, moviendo la cabeza, dijo de esta suerte:

—¡Oh dioses! Grande es la hazaña que van a contemplar mis ojos. Muy perplejo me dejó Robaparte al gloriarse fieramente de que ha de destruir las ranas en el lago. Mas enviemos cuanto antes a Palas, que produce el tumulto de la guerra, o a Ares, para que lo aparten de la batalla no obstante su valentía.

Así se expresó el Cronida, y Ares contestóle diciendo: —Ni el poder de Atenea ni el de Ares bastarán, oh Cronida, para librar a las ranas de la perdición horrenda. Mas, ea, vayamos en su auxilio todos juntos o mueve tu arma con la cual mataste a los titanes, que eran con mucho los mejores de todos; y de esta manera quedará domeñado el más valiente, como en otro tiempo hiciste perecer al robusto varón Capaneo, al gran Enceladonte y a las feroces familias de los Gigantes. Así dijo; y el Cronida arrojó el brillante rayo. Primeramente despidió un trueno, que hizo estremecer el vasto Olimpo, y en seguida lanzó el rayo —temible arma de Zeus— que voló, serpeando, de la soberana mano. Su caída a todos les causó pavor, así a las ranas como a los ratones; mas no por eso abandonó el combate el ejército de estos últimos, que hubiera esperado aún más que antes destruir el linaje de las belicosas ranas, si Zeus, compadeciéndose de ellas desde el Olimpo, no les hubiera enviado prestamente auxiliares.

De pronto se presentaron unos animales de espaldas como yunques, de garras corvas, de marcha oblicua, de pies torcidos, de bocas como tijeras, de piel crustácea, de consistencia ósea, de lomos anchos y relucientes, patizambos, de prolongados labios, que miraban por el pecho y tenían ocho pies y dos cabezas, indomables: eran cangrejos, los cuales se pusieron a cortar con sus bocas las colas, pies y manos de los ratones, cuyas lanzas se doblaban al acometer a los nuevos enemigos.

Temiéronles los tímidos ratones y, cesando en su resistencia, se dieron a la fuga. Y al ponerse el sol, terminó aquella batalla que había durado un solo día.




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