Historia de la mentira, por
J. Derrida
"historia de la mentira, prolegómenos"
por Jacques Derrida.
por Jacques Derrida.
Conferencia dictada en
Buenos Aires en 1995. Organizada por la Facultad de Filosofía y Letras y por la
Universidad de Buenos Aires
Aun antes de un exergo,
permítanme hacer dos confesiones que son a la vez dos concesiones. Tienen que
ver con la fábula y el fantasma, es decir, con lo espectral. Se sabe que, en
griego, phantasma alude también a la aparición del espectro, el fantasma o el
aparecido. Lo fabuloso y lo fantasmático tienen un rasgo en común: stricto
sensu y en sentido clásico, esos términos, no conciernen ni a lo verdadero, ni
a lo falso, ni a lo veraz, ni a lo falaz. Se emparentan más bien con una
especie irreductible del simulacro o de la virtualidad. Sin duda, no son en sí
mismos verdades o enunciados verdaderos, pero tampoco son errores, engaños,
falsos testimonios o perjurios.
La primera confesión concedida tiene que ver con el título
propuesto: «Historia de la mentira» Si lo desplazamos ligeramente, haciendo
deslizar una palabra bajo la otra, parece imitar el célebre título de un texto
que antes me interesó mucho. En El ocaso de los ídolos, Nietzsche llama
«Historia de un error»(Geschichte eines
Irrtums) a una especie de relato en seis episodios que, en una sola página,
narra en suma, nada menos que el mundo verdadero ( die wahre Welt ), la
historia del «mundo verdadero». El titulo de este relato ficticio anuncia la
narración de una afabulación: «Cómo ‘el mundo verdadero’ terminó por
convertirse en una fábula (Wie die ‘wahre Welt’ endlich zur Fabel wurde) »
. Por consiguente, no se nos contará una fábula sino, en cierto modo,
cómo llegó a tramarse una fábula. Tal como si fuera posible un relato verdadero
acerca de la historia de esa afabulación y de una afabulación que,
precisamente, no produce otra cosa que la idea de un mundo verdadero, lo que
amenaza arrastrar hasta la pretendida verdad del relato: «Cómo ‘el mundo
verdadero’ terminó por convertirse en una fábula (Wie die ‘wahre Welt’
endílch zur Fabel wurde)» . «Historia de un error» no es más que un
subtitulo.
Esta narración fabulosa sobre una fabulación, sobre la verdad como
afabulación, es un truco teatral. Pone en escena personajes que, para nosotros
estarán más o menos presentes como espectros, entre bastidores: en primer lugar
Platón, quien, según Nietzsche, dice: «Yo, Platón, soy la verdad», después la
promesa cristiana con los rasgos de una mujer, luego el imperativo kantiano, la
«pálida idea koenigsberguiana», después aún el canto del gallo positivista y
por fin el mediodía zaratustriano. Volveremos a nombrar a todos esos espectros,
pero también apelaremos a otro, que Nietzsche no nombra: San Agustín. Es verdad
que este último, en sus grandes tratados sobre la mentira (De mendacio o
Contra mendacium), siempre está en diálogo con San Pablo, quien,
por su parte, fue un íntimo de Nietzsche, el adversario privilegiado de un
ensañado Nietzsche.
Pero si el recuerdo de este texto fabuloso no debe
abandonarnos, la historia de la mentira no podría ser la historia de un error,
aunque fuera la de un error en la constitución de lo verdadero, en la historia
misma de la verdad como tal. En este texto polémico e irónico de Nietzsche, en
la vena de esta fábula sobre una afabulación, la verdad, la idea del «mundo
verdadero» seria un «error».
Pero en principio y en su determinación clásica, la mentira
no es el error. Se puede estar en el error, engañarse sin tratar de engañar, y
por consiguiente, sin mentir. Es verdad que mentir, engañar y engañarse se
inscriben en la categoría de lo pseudológico. Pseudos, en griego, puede
significar la mentira tanto corno la falsedad, la astucia o el error, el
engaño, el fraude, tanto como la invención poética, lo que multiplica los
malentendidos sobre lo que puede querer decir un malentendido y esto no
simplifica la interpretación de un diálogo «refutativo» tan denso y agudo como
el Hipias menor ( è peri tou pseudous, anatreptinkos ) . Es
verdad también que Nietzsche parece sospechar que el platonismo o el
cristianismo, el kantismo y el positivismo mintieron cuando intentaron
hacernos creer en un «mundo verdadero». Mentir no es engañarse ni cometer un
error.
Uno no miente diciendo simplemente lo falso, al menos si creemos de
buena fe en la verdad de lo que pensamos u opinamos. San Agustín lo recuerda en
la introducción de su De mendacio [1] donde por lo demás, propone una distinción
entre la creencia y la opinión, distinción que podría ser para nosotros,
todavía hoy, y hoy de manera novedosa, de gran alcance. Mentir es querer
engañar al otro, y a veces aún diciendo la verdad. Se puede decir lo falso sin
mentir, pero también se puede decir la verdad con la intención de engañar, es
decir mintiendo. Pero no se miente si se cree en lo que se dice, aún cuando sea
falso. Al declarar que cualquiera que enuncie un hecho que le parezca digno de
ser creído o que en su opinión sea verdadero, no miente, aunque el hecho sea
falso, San Agustín parece excluir la mentira a uno mismo y ésta es una cuestión
en la que insistiremos: ¿es posible mentir a sí mismo y todo autoengaño, toda
astucia para consigo mismo, merece el nombre de mentira?
Cuesta creer que la mentira tenga una historia. ¿Quién se atrevería a
contar la historia de la mentira? ¿Y quién la propondría como una
historia verdadera? Pues suponiendo, concesso non dato , que la mentira
tenga una historia, aún se debería poder contarla sin mentir. Y sin ceder
demasiado fácilmente a un esquema convencional y dialéctico que hiciera
participar a la historia del error, como historia y trabajo de lo negativo, en
el proceso de la verdad, en la verificación de la verdad referida al saber
absoluto. Si hay una historia de la mentira , es decir del falso
testimonio, y si apunta a alguna radicalidad del mal que llamamos mentira o
perjurio, ella no sería reapropiable por una historia del error o de la
verdad. Por otro parte, si según parece, la mentira supone la invención
deliberada de una ficción, no por eso toda ficción o toda fábula viene a ser
una mentira; y tampoco la literatura. Ya se pueden imaginar mil historias ficticias
de la mentira, mil discursos inventivos destinados al simulacro, a la fábula y
a la producción de formas nuevas sobre la mentira, y que no por eso sean
historias mentirosas, es decir, si nos guiamos por el concepto clásico y
dominante de mentira, historias que no sean perjurios o falsos testimonios.
¿Por qué invocar aquí un concepto clásico y dominante de mentira?
¿Existe, en estado práctico o teórico, un concepto prevaleciente de mentira en
nuestra cultura? ¿Y por qué recordar ahora sus rasgos? Yo formalizaría esos
rasgos a mi manera, que espero sea verdadera, justa y adecuada, pues la cosa no
es tan simple, y si me equivoco, no mentiría sino a condición de que lo hubiera
hecho adrede. Pero seria difícil, y me atrevería a decir imposible, probar que
lo he dicho adrede y lo señalo solamente para anunciar desde ahora una
hipótesis: que, por razones estructurales, siempre será imposible probar, en
sentido estricto, que alguien ha mentido, aún cuando se pueda probar que no ha
dicho la verdad. Jamás se podrá probar nada contra alguien que afirma: «me
equivoqué pero no quería engañar y lo hice de buena fe». O también, alegando la
diferencia siempre posible entre lo dicho, el decir y el querer decir, los
efectos de la lengua, de la retórica, del contexto, «he dicho eso, pero no es
lo que quería decir, de buena fe, en mi fuero interno, ésa no era mi intención,
hubo un malentendido».
He aquí pues, tal como creo que debo formularla aquí, una definición de
la definición tradicional de la mentira. En su figura prevaleciente y
reconocida por todos, la mentira no es un hecho o un estado: es un acto
intencional, un mentir. No hay mentiras, hay ese decir o ese querer decir al
que se llama mentir: mentir será dirigir a otro (pues sólo se miente al otro,
uno no se puede mentir a sí mismo, salvo sí mismo como otro) un enunciado o más
de un enunciado, una serie de enunciados (constatativos o realizativos) que el
mentiroso sabe, en conciencia, en conciencia explícita, temática, actual, que
constituyen aserciones total o parcialmente falsas; hay que insistir desde
ahora en esta pluralidad y en esta complejidad, incluso en esta heterogeneidad.
Tales actos intencionales están destinados al otro, a un otro o a otros,
para engañarlos, para hacerles creer (aquí la noción de creencia es
irreductible, aun cuando permanece oscura) en lo que se ha dicho, cuando por lo
demás, se supone que el mentiroso, ya sea por un compromiso explícito, un
juramento o una promesa implícita, dirá toda la verdad y solamente la verdad.
Lo que aquí cuenta, en primero y en último lugar, es la intención. San
Agustín lo destacaba también: no hay mentira, por más que se diga, sin la
intención, el deseo o la voluntad explícita de engañar (fallendi cupiditas,
voluntas fallendi) [2] Esta intención, que define la veracidad o la
mentira en el orden del decir, del acto de decir, es independiente de la
verdad o de la falsedad del contenido, de lo que se dice. La mentira
tiene que ver con el decir y con el querer decir, no con lo dicho: «… no se
miente al enunciar una aserción falsa que uno cree verdadera y (…) se miente,
antes bien, enunciando una aserción verdadera que uno cree falsa. Pues es por
la intención (ex animi sui) que hay que juzgar la moralidad de los
actos». [3]
Esta definición parece al mismo tiempo evidente y compleja. Cada uno de
sus elementos resultará necesario para nuestro análisis. Si insistí en el hecho
de que esta definición de la mentira circunscribía un concepto prevaleciente en
nuestra cultura, fue para conceder una posibilidad a la hipótesis de que tal
concepto, determinado por una cultura y una tradición religiosa o moral, quizás
por más de una herencia, por una multiplicidad de lenguas, etc., tenía él mismo
una historia. Pero he aquí una primera y luego una segunda complicación: si el
concepto aparentemente más común de mentira, si el sentido común concerniente a
la mentira tiene una historia, entonces está inmerso en un devenir que siempre
amenaza relativizar su autoridad y su valor. Pero, segunda complicación,
también hay que distinguir entre la historia del concepto de mentira y una
historia de la mentira misma, una historia y una cultura que afectan la
práctica de la mentira, las maneras, las motivaciones, las técnicas, las vías y
los efectos de la mentira.
Dentro de una sola cultura, allí donde reinaría unánimemente un concepto
estable de mentira, puede cambiar la experiencia social, la interpretación y la
puesta en práctica del mentir. Puede dar lugar a otra historicidad, a una
historicidad interna de la mentira. Suponiendo que en nuestra tradición llamada
occidental (judía, griega, romana, cristiana, islámica) dispongamos de un concepto
unificado, estabilizado, y por consiguiente confiable de mentira, no basta con
reconocerle una historicidad intrínsecamente teórica, a saber, aquello que lo
distinguiría de otros conceptos en otras historias y en otras culturas; también
habría que examinar la hipótesis de una historicidad práctica, social, política
y técnica que la habría transformado, y aun, marcado por rupturas dentro de
nuestra propia tradición.
A esta última hipótesis quisiera concederle aquí algún privilegio
provisional. Pero, ¿podremos alguna vez distinguir entre esas tres cosas: 1)
una historia (Historie) del concepto de mentira, 2) uno historia (Geschichte)
de la mentira, constituida par todos los acontecimientos que se han
incorporado a la mentira o por la mentira y, por otra porte… en
fin… 3) una historia verdadera que ordene el relato (Historie, historia
rerum gestarum) de esas mentiras o de la mentira en general? ¿Cómo disociar
o alternar esas tres tareas? No olvidemos nunca esta dificultad.
Siempre antes de llegar a los exergos, antes inclusive de comenzar a
comenzar, debo hacer una segunda confesión. Ustedes tendrían el derecho de
desconfiar de ella como de cualquier otra confesión. Debido a toda clase de
límites, en particular los limites de tiempo estrictamente asignados, no diré
todo, ni siquiera lo esencial de lo que puedo pensar acerca de una historia de
la mentira. Que no diga toda la verdad sobre una historia de la mentira no
sorprenderá a nadie. Pero no diré siquiera toda la verdad de lo que por mi
parte, puedo pensar o atestiguar hoy, acerca de una historia de la mentira y
del modo, muy diferente, en que, según creo, habría que escuchar o contar esta
historia. Por tanto, no diré toda lo verdad de lo que pienso. Mi testimonio
será parcial. ¿Soy culpable por eso? ¿Significa que les habré mentido? Dejo
esta cuestión en suspenso, sólo se las presento al menos hasta el momento de la
discusión y sin duda más allá.
Dos citas fragmentarias, en carácter de exergo, deberán ahora velar
sobre esos prolegómenos. Primero daré la palabra a dos pensadores cuya memoria
debemos saludar aquí. Su memoria habita esta casa.
Lejos de contentarse con narrar una cierta historia, cada uno de estos
fragmentos refleja en su resplandor una historicidad paradojal e
insólita.
Ante todo, la historicidad de la mentira. Que la política es un
lugar privilegiado para la mentira, es bien sabido. Hannah Arendt lo recuerda
más de una vez:
«Las mentiras siempre han sido consideradas como herramientas necesarias
y legítimas, no sólo del oficio del político o del demagogo, sino también del
oficio del hombre de Estado. ¿Por qué esto es así? ¿Y qué significado tiene,
por una parte, en cuanto a la naturaleza y la dignidad del ámbito político, y
por otra en lo que se refiere a la naturaleza y la dignidad de la verdad y de
la buena fe?» [4]
Así empieza «Verdad y política» («Truth and Politics»), cuya primera
versión inglesa de 1967 fue un artículo aparecido en una revista, el New
Yorker en respuesta a una polémica periodística posterior a la publicación
de Eichmannn en Jerusalem. Todos saben que Hannah Arendt, a su manera,
se atribuyó la misión de periodista en el proceso Eichmann. Luego, denunció
muchas mentiras y falsificaciones, de las cuales la prensa, en particular, era
culpable a su respecto. En la primera nota de «Truth and Politics» Arendt
recuerda ese contexto. Así destaca el efecto de los medios y lo hace en un gran
periódico, el New Yorker . Enfatizó de inmediato la dimensión mediática,
los lugares de publicación y los títulos de los periódicos neoyorkinos e
internacionales, por razones que, según espero, no dejarán de aclararse. Es en
la New York Review of Book de la época (pues ese periódico también tiene
una historia y Hannah Arendt escribía a menudo allí) donde algunos años más
tarde, en 1971, publicó «Mentir en Política: Reflexión sobre los ‘Pentagon
Papers» («Lying in Politics: Reflection on the Pentagon Papers») En cuanto a
los Pentagon Popers, esos documentos secretos, financiados por Mc.
Namara, sobre la política norteamerican en Vietnam desde la Segunda Guerra
Mundial hasta 1968, los mismos habían sido publicados por otro periódico,
también neoyorkino e internacional, el New York Times. Al hablar de lo
que estaba «en la cabeza de quienes reunieron los Pentagon Papers´ para
el New York Times («in the minds of those who compiled The Pentagon
Papers for the New York Times»), Hannah Arendt precisa:
«La famosa grieta de credibilidad con la que nos habíamos familiarizado
durante seis largos años se ensanchó repentinamente como un abismo. Arenas
movedizas de declaraciones mentirosas de todo tipo, engaños tanto como
autoengaños [deceptions as well as self-deceptions: subrayo «self-deceptions»
pues más adelante designaremos así a uno de nuestros problemas: ¿es posible la
«self-deceptions»? ¿Se trata de un concepto riguroso y pertinente para
lo que nos interesa aquí, es decir, la historia de la mentira? ¿Alguna vez
realmente nos mentimos a nosotros mismos?], estaban listas para tragarse a
cualquier lector deseoso de poner a prueba ese material que, desgraciadamente,
debrá reconocer como la infraestructura de casi una década de política exterior
e interior de los Estados Unidos».
[The famous credibility gap, wich has with us
far six long years, has suddenly opened up into an abyss. The quiscksand of
lying statements of all sorts, deceptions as well as self-deceptions, is apt to
engulf any reader who whishes to probe this material, which, unhappily, he must
recognize as the infrastructure of nearly a decade of United States foreign and
domestic policy]. [5]
Si la historia, y sobre todo la historia política rebosa de mentiras,
como bien se sabe, ¿cómo podría la mentira misma tener una historia? Esa
mentira, tan habitualmente experimentada, cuya estructura es aparentemente tan
evidente y cuya posibilidad es tan universal como intemporal, ¿cómo podría
tener una historia intrínseca y esencial? Ahora bien, Hannah Arendt, siempre en
«Truth and Politics», dirige nuestra atención hacia una mutación en la historia
de la mentira. Esta mutación actuaría a la vez en la historia del concepto y
en la historia de la práctica del mentir. Sólo en nuestra modernidad la
mentira habría alcanzado su límite absoluto y se habría tornado «completa y
definitiva». Ascenso y triunfo de la mentira: mientras en las artes y en las
letras, Oscar Wilde se quejaba de lo que denominó con un título célebre, «La
decadencia de la mentira» (The Decay of Lying) por el contrario Arendt
diagnostica en la arena política, un crecimiento hiperbólico de la mentira, su
paso al límite, en síntesis, la mentira absoluta: no el saber absoluto como fin
de la historia sino la historia como conversión a la mentira absoluta. ¿Cómo
entenderla?
«La posibilidad de la mentira completa y definitiva, desconocida en
épocas anteriores, es el peligro que nace de la manipulación moderna de los
heclos. Incluso en el mundo libre, donde el gobieno no ha monopolizado el poder
de decidir o de decir qué es o no es désde el punto de vista fáctico,
gigantescas organizaciones de intereses han generalizado una especie de
mentalidad de la «raison d’état» [razón de éstado, en francés en el original]
que antes se limitaba al tratamiento de los asuntos exteriores y, en sus peores
excesos, a 1as situaciones de peligro claro y actual. Y la propaganda a escala
gubernamental aprendió más de un giro de uso corriente en los negocios y en los
métodos de Madison Avenue [...]». [6]
Seria tentador pero un poco fácil oponer, como dos fines de la historia,
el concepo negativo de ese mal, la mentira absoluta, a la positividad del saber
absoluto, ya sea en el modo mayor (Hegel) o en el modo menor (Fukuyama).
Lo que sin duda, y con alguna inquietud, debería movernos al recelo en esta
noción de mentira absoluta, es cuánto ella presupone, todavía, de saber
absoluto en un elemento que sigue siendo el de la autoconciencia reflexiva Por
definición, el mentiroso sabe la verdad, si no todo la verdad, por lo menos la
verdad de lo que piensa, sabe lo que quiere decir, sabe la diferencia
entre lo que piensa y lo que dice: sabe que miente. Sócrates profesaba esa
conexión esencial entre el saber, la ciencia, la autoconciencia y la mentira y
jugaba con ella en ese otro texto mayor de nuestra tradición referente a la
mentira, el Hipias menor (è operi tou pseudous) . Si se apela a ella en
conciencia y de acuerdo a su concepto , la mentira absoluta de la que
habla Arendt corre el riesgo de ser la contracara del saber absoluto.
En otra parte del mismo artículo, dos ejemplos extraidos de la política
europea vuelven a poner en escena «mentiras» de tipo moderno. Los actores serán
ahora De Gaulle y Adenauer. El primero pretendia hacer creer, y casi lo logró,
que «Francia forma parte de los vencedores de la última guerra y es por tanto
una de las grandes potencias»; el segundo, que «la barbarie del
nacionalsocialismo había afectado únicamente a un porcentaje relativamente
pequeño del país». [7] Estos ejemplos se encuadran en fórrmulas que
oponen todavía la mentira política tradicional a la reescritura moderna
de la historia e insisten en un nuevo estatus de la imagen:
«Ahora debemos volver nuestra atención hacia el fenómeno relativamente
reciente de la manipulación masiva de los hechos y de la opinión, tal corno se
ha tornado evidente en la reescritura de la historia, en la fabricación de
imágenes y en la política de los gobiernos. La mentira política tradicional,
tan saliente en la historia de la diplomacia y de la habilidad política,
generalmente se refería a secretos auténticos -datos que nunca se habían hecho
públicos- o bien a intenciones que, de todos modos, no poseen el mismo grado de
certidumbre que los hechos consumados. [...] Las mentiras políticas modernas
tratan eficazmente de cosas que de ningún modo son secretas, sino conocidas
prácticamente por todo el mundo. Esto es evidente en el caso de la reescritura
de la historia contemporánea a la vista de aquellos que han sido sus testigos,
pero es igualmente cierto en la fabricación de imágenes de todo tipo […] pues
se supone que una imagen, a diferencia de un retrato a la moda antigua, no
embellece la realidad sino que ofrece de ella un sustituto completo. Y ese
sustituto, en virtud de las técnicas modernas y de los medios masivos de
comunicación, es, por supuesto, mucho más patente de lo que fue jamás el
original.»
[We must now turn our attention to the
relatively recent phenomenon of mass manipulation of fact and opinion as it has
become evident rewriting history, in image-making, and in actual government
policy. The traditional political lie, so prominent in the history of diplomacy
and statecraft, used to concern either true secrets –data that had never been
made public- or intentions, which anyhow do not possess the same degree of
reliability as accomplished facts. (…) In contrast, the modern political lies
deal efficiently with things that are not secrets at all but are known to
practically everyboody].
Por eso, como ahora la imagen-sustituto ya no remite más a un original,
ni siquiera a un original representado ventajosamente, sino que lo reemplaza
ventajosamente pasando del estatus de representante al de reemplazante, el
proceso de la mentira moderna ya no sería la disimulación que enmascara la
verdad sino la destrucción de la realidad o del archivo original:
«En otros términos, la diferencia entre la mentira tradicional y la
moderna a menudo equivale a la diferencia entre esconder y destruir».
[In other words, the difference between the
traditional lie and the modern lie will more often than not amount to the
difference between hiding and destroying] [8]
Volveremos a la lógica de estas proposiciones. La palabra y el concepto
de «mentira» se tornan ahora apropiados, teniendo en cuenta precisamente su
historia conceptual, para designar estos fenómenos de nuestra modernidad
política, tecno-mediática, testimonial, hacia los cuales Hannah Arendt orientó
nuestra atención, tan temprana y lúcidamente, y a menudo por haberlos
experimentado ella misma del modo más doloroso, sobre todo cuando fue reportera
durante el Proceso Eichmann.
Pasemos ahora al otro exergo. La historicidad que invoca sería también
la de una cierta sacralidad o santidad. Esta sacro-santidad (Heiligkeit)
es constitutiva –por ejemplo, a los ojos de Kant, y en una tradición
agustiniana que él no declara explícitamente- del deber o del imperativo
incondicional de no mentir. El deber de decir lo verdad es un imperativo
sagrado, Reiner Schürmann hace notar en Le principe d’anarchie, y a
propósito de una lectura de Heidegger, que «dado que la noción de sagrado pertenece
al contexto de lo original, sigue siendo histórica: lo sagrado es `la huella de
los dioses que se han ido´ que conduce hacia su retorno [dice Heidegger en las Hlzwege
, pp 250 y ss.]. Por el contrario, el pudor y la piedad, en cuanto
van acompañados del fenómeno de lo originario, dirigen el pensamiento a la
eclosión única de la presencia, que en nada es histórica». [9]
I
Ahora intentaré comenzar, y sin mentir, créanme, contando algunas
historias. Siguiendo una modalidad aparentemente narrativa, la de un
historiador o un cronista clásico, les propondré algunos ejemplos particulares
a partir de los cuales trataremos de progresar de manera reflexiva, por analogía
con lo que quizás hubiese dicho Kant del «juicio reflexivo». Iremos así de lo
particular a lo general, para reflexionar y no para determinar,
y para reflexionar con miras a un principio que la experiencia no nos
provee. Si me refiero ya -al menos por analogía- a la grande y canónica
distinción kantiana entre juicios determinantes y juicios reflexivos es por
tres razones: por un lado, en la Crítica del juicio esta
distinción da lugar a unas antinomias y a una dialéctica que sin duda no son
extrañas a aquellas que, en breve, nos pondrán en aprietos. Por otro lado, Hannah
Arendt, siempre en «Verdad y políticas», («Truth and Politics»), evoca
extensamente la virtud del ejemplo según Kant. Por lo demás, cita la Crítica
del juicio; en fin y sobre todo , Kant es también el autor de un ensayo
breve, denso, difícil, escrito como respuesta polémica a un filósofo francés,
Benjamin Constant, y que para mi constituye en la historia de Occidente,
después de San Agustín, uno de los intentos más radicales y poderosos de pensar
la mentira, para determinar, reflexionar, proscribir o prohibir también toda
mentira.
Incondicionalmente. Se trata de ese texto corto, famoso y sin embargo
poco leído y mal conocido que se titula Sobre el pretendido derecho de
mentir por humanidad (1797). [10] Hannah Arendt cita a menudo a Kant en
el artículo que acabo de evocar y en otros lugares, pero nunca menciona ese
ensayo, sin embargo tan necesario y al mismo tiempo temible incluso
irreductible a la lógica profunda de lo que ella quiere demostrar. Sin ir tan
lejos como se debiera en la lectura de este texto, se puede ya tomar
rigurosamente en cuenta la manera en que allí Kant define la mentira y el
imperativo de veracidad o de veridicidad (pues lo contrario de
mentira no es ni la verdad ni la realidad sino lo veracidad o la veridicidad,
el decir-verdadero, el-querer-decir verdadero, la Wahrhaftigkeit). La
definición kantiana de la mentira o del deber de veracidad parece tan formal,
tan imperativa e incondicional que parece excluir de ella justamente toda
consideración histórica, toda incorporación de condiciones o de hipótesis
históricas. Sin examinar como casuista todos los casos difíciles y
perturbadores que analiza San Agustín, casi siempre a partir de ejemplos
bíblicos, Kant parece excluir todo contenido histórico cuando define la
veracidad (Wahrhaftigkeit: veracitas) como un deber formal absoluto:
«La veracidad en las declaraciones –dice- es el deber formal (formale
Pflicht) del hombre hacia cada cual, por serio que sea el perjuicio que esto le
pueda causar».
Aunque su texto sea expresamente jurídico y no ético, aunque trate como
su título indica del «derecho de mentir» (Recht… zu lügen), aunque hable
de deber de derecho (Rechtspflicht) y no de deber ético, lo que
podría parecer a primera vista más propicio o menos irreductible a un punto de
vista histórico, Kant parece excluir, sin embargo, de su definición de la
mentira toda esa historicidad que Hannah Arendt introduce por el contrario en
la esencia misma, en el acontecimiento y en la realización de la mentira. Es
que, si en efecto el punto de vista de Kant es el del derecho, el mismo se
mantiene en el plano pura y formalmente jurídico o metajurídico; corresponde a
una preocupación por las condiciones formales del derecho, del contrato social
y de la fuente pura del derecho.
«Así, definida simplemente como una declaración deliberadamente no
verdadera (unwahre Declaration) contra otro hombre, la mentira no tiene
necesidad de la cláusula según la cual debería perjudicar a otro, cláusula que
los juristas exigen para su definición (mendacium est falsiloquium in
praejudicium alterius). Pues siempre perjudica o otro: aunque no fuera a
otro hombre, sí a la humanidad en general, ya que descalifica la fuente del
derecho (la pone fuera de uso: dic Rechtsquelle unbrauchbar macht)» .
Sin duda, Kant se propone definir en la mentira lo que es malo a
priori de por sí, en su inmanencia y cualesquiera fueren sus
motivaciones o sus consecuencias. Pero lo que le interesa sobre todo es la
fuente misma del derecho humano y de la socialidad en general, es decir, una
necesidad inmanente de decir la verdad, más allá de los efectos esperados, los
contextos externos e históricos. Si no se proscribe incondicionalmente la
mentira, se socava el vínculo social de la humanidad en su principio mismo. En
esta pura inmanencia reside la sacralidad o la santidad del
mandato racional de decir la verdad, del querer-decir-la verdad. Hace un momento,
Reiner Schürmann decía que la sacralidad era histórica. En otro sentido,
parecería que no lo fuera para Kant, y en ese caso, no al menos en el sentido
habitual. Pero cabe la hipótesis de que lo sea en otro sentido: como origen y
condición de una historia y de una socialidad humana en general. Kant escribe,
de todos modos:
«Se trata, pues, de un precepto de la razón (Vernunfgebot) que es
sagrado (heiliges), incondicionalmente imperativo (unbedingt
gebietendes), que no puede estar limitado por ninguna conveniencia: en toda
declaración es preciso ser veraz (wahrhaft) (leal, sincero, probo, de
buena fe: ehrlich)» .
Por fin, llego a los ejemplos prometidos y a mis crónicas de los dos
mundos. En efecto, los elegí lo más cercanos a nuestros dos continentes europeos,
Europa y América (entre Paris y Nueva York) y a nuestros periódicos, el New
York Times y la edición parisina del International Herald Tribune. Hace
algunos meses, poco después de su elección, cuando ya había anunciado como
decisión irrevocable que Francia reiniciaría sus ensayos nucleares en el
Pacífico, el presidente Chirac -se recordará, reconoció solemnemente en el
aniversario de la redada del Velódromo de Invierno, de siniestra memoria, la
responsabilidad, es decir, lo culpabilidad del Estado Francés durante la
Ocupación , en la deportación de decenas de miles de judíos, en la instauración
del estatuto de los judíos y en numerosas iniciativas que no fueron adoptadas
simplemente por imposición del ocupante nazi. Esta culpabilidad, esta participación
activa en lo que hoy se califica como «crimen contra la humanidad», aparece,
finalmente, reconocida. Irreversiblemente. Es confesada, en definitiva, por un
Estado como tal. La confesión está ratificada por un jefe de Estado elegido por
sufragio universal. Es declarada públicamente, en nombre del Estado francés, y
ante el derecho internacional, en un acto teatral y ampliamente mediatizado en
el mundo entero por la prensa escrita, radiofónica y televisiva (subrayo otra
vez esta relación entre la res pública y los medios, pues es esa
mutación en el estatus de la imagen uno de los temas que nos ocupan). La verdad
proclamada por el presidente Chirac tiene, a partir de ahora, el estatuto y a
la vez la estabilidad y la autoridad de una verdad pública, nacional e
internacional.
Sin embargo, esa verdad sobre una historia tiene ella misma una
historia. Esta sólo sería legitimada, acreditada y establecida como tal
cincuenta años después de que ocurrieron los hechos. Hasta entonces, seis
presidentes de la República francesa (Auriol, Coty, De Gaulle, Pompidou,
Giscard d ‘ Estaing, Mitterrand) no habían considerado posible ni oportuno ni
necesario y ni siquiera justo estabilizarla como verdad de este
tipo. Ninguno de ellos creyó que debía comprometer a Francia, a la nación
francesa, a La República francesa, con una suerte de firma en la que se asumía
la responsabilidad de esa verdad: Francia culpable de crimen contra la
humanidad. Hoy se podrían citar gran cantidad de ejemplos como éstos y
situaciones semejantes, de Japón a Estados Unidos a Israel, a propósito de
violencias o de represiones pasadas, de crímenes de guerra notorios o
recientemente descubiertos, del uso justificado o no de bombas atómicas en
Hiroshima (es sabido que a pesar del testimonio de muchos historiadores, el
presidente Clinton continúa sosteniendo oficialmente que el bombardeo de
Hiroshima y de Nagasaki fue una decisión justificable), por no hablar de lo que
aún se espera en cuanto a la política de Japón en Asia durante la guerra, la
guerra de Argelia, la guerra del Golfo, la ex-Yugoslavia, Ruanda, Chechenia,
etc.
Y puesto que acabo de nombrar a Japón en el paréntesis, resulta que
mientras preparaba esta conferencia, el Primer Ministro Muruyama hacía una
declaración cuyas palabras y estructura pragmática habría que sopesar
enteramente: sin comprometer al Estado Japonés en su jefatura y en la
permanencia de su identidad imperial, en la persona del emperador, habla un
ministro. Ante lo que él llama de manera significativa «esos hechos
irrefutables de la historia» («These irrefutable facts of history», para
citar la traducción inglesa donde leí ese discurso por primera vez), y un
«error de nuestra historia» («error in our history»), Muruyama expresa
en su nombre (ese nombre dice más que su nombre, pero no compromete el nombre
del Emperador) su «disculpa profunda y sincera» («heartfelt apology») y
su duelo; un duelo a la vez personal y vaga y confusamente nacional y estatal.
¿Qué es un duelo de Estado cuando llora muertes que no son ni las de un jefe de
Estado ni tampoco de conciudadanos? ¿Cómo pensar un remordimiento o excusas
estatales una vez que el derecho internacional ha definido el crimen contra la
humanidad?
He aquí un enjambre de cuestiones que no se podían plantear en estos
términos hace cincuenta años. Sigo citando en inglés, tal como la leí, la
declaración de Muruyama: «I regard, in a spirit of humility, these irrefutable
facts of history, and express here once again my, feelings of deep remorse and
state my heartfelt apology» [Considero con espíritu humilde esos hechos
irrefutables de la historia y expreso aquí, una vez más, mis sentimientos de
hondo remordimiento y hago manifiesta mi disculpa sincera]. Después, evocando
una represión «colonial» -lo que debería dar qué pensar a otros imperios coloniales-
el Primer Ministro japonés agrega: «Alow me also to express my feelings of
profound mourning for all victims, both at home and abroad, of that history»
[Permítanme expresar también mis sentimientos de profundo duelo por todas las
víctimas de esta historia, tanto en el país como en el extranjero]. Esta
confesión declara también la responsabilidad de una tarea, asume un compromiso
con el porvenir: «Our task is to conveny to the younger generations the horrors
of war, so that we never repeat the errors in our history» [Nuestra tarea es
transmitir a las generaciones más jóvenes los horrores de la guerra, de manera
que nunca repitamos los errores de nuestra historia].
El lenguaje de la culpa y de la confesión se une, para atenuar el
efecto, con el lenguaje heterogéneo del error; y he aquí que, sin duda por
primera vez en la historia, se osa disociar el concepto de Estado o de Nación
de lo que siempre lo había caracterizado, de manera constitutiva y estructural,
es decir, la buena conciencia. Por confusa que sea su ocasión y por
impura que siga siendo su motivación, por calculada y coyuntural que sea la
estrategia, hay allí un progreso en la historia de la humanidad y de su derecho
internacional, de su ciencia y de su conciencia. Quizá Kant habría visto en
esto uno de esos acontecimientos «anunciadores», una señal que, como por
ejemplo la Revolución Francesa, y a través del fracaso o el límite, rememora,
demuestra y anuncia (signum rememorativum, demostrativum, prognosticum),
atestigua así una «tendencia» y la posibilidad de un «progreso» de la
humanidad. Todo esto sigue siendo parcial, para Japón, Francia o Alemania, pero
es mejor que nada: la URSS o Yugoslavia, que ya no existen, están al resguardo
de toda mala conciencia y de todo reconocimiento público de los crímenes
pasados; Estados Unidos tiene todo el porvenir ante sí. Cierro este paréntesis
y vuelvo a lo mío.
Que durante medio siglo ningún jefe de Estado francés haya considerado
posible, oportuno, necesario o justo constituir en verdad una inmensa culpabilidad
francesa, reconocerla como verdad, he aquí algo que ya sugiere que en este caso
el valor de verdad, es decir, la veracidad, el valor de un enunciado referido a
hechos reales (pues la verdad no es la realidad), pero ante todo el valor de un
enunciado en conformidad con lo que uno piensa, podría depender de una
interpretación política respecto de valores, por otra parte, heterogéneos
(posibilidad, oportunidad, necesidad, justeza o justicia). Entonces, en
principio, la verdad o la veracidad se subordinarían a esos valores: problema
inmenso, como ustedes saben, problema clásico sin duda, pero al cual quizás
haya que tratar de encontrar alguna especificidad histórica, política,
tecno-mediática hoy en día. Entre los presidentes anteriores, el mismo
De Gaulle -a quien Chirac dice sin embargo que debe toda su inspiración
política- jamás pensó en declarar la culpabilidad del Estado Francés bajo la
Ocupación , mientras que, o bien porque, la culpabilidad del «Estado Francés»
(nombre oficial de Francia bajo Vichy, puesto que la República estaba abolida y
redesignada «Estado francés») para él seguía siendo la de un Estado no
legítimo, si no ilegal.
Pensemos también en el caso de Vincent Auriol, ese otro presidente de la
República que no consideró posible, necesario, oportuno o justo reconocer lo
que Chirac acaba de reconocer -y reconocerlo por razones coyunturales que sin
duda son más complejas que la simple obediencia incondicional al mandato
sagrado del que habla Kant. Vincent Auriol había sido uno de los únicos ochenta
parlamentarios franceses que se negaron a votar plenos poderes para el mariscal
Pétain el 10 de julio de 1940. Por lo tanto, sabia, desgraciadamente, que
la interrupción de la República y el paso a ese Estado francés culpable del
Estatuto y de la deportación de los judíos fue un acto legal que comprometía a
un gobierno de Francia. La misma discontinuidad de la interrupción se inscribió
en la continuidad legal de la República y del Estado francés. Fue la República
Francesa la que, a través de sus representantes legalmente elegidos, renunció a
su propio estatuto. Por lo menos esto es la verdad de la legalidad formal y
jurídica.
Pero ¿dónde está aquí la verdad de la cosa misma, si es que existe? En
varias oportunidades y hasta el fin de su mandato, François Mitterrand también
se negó a reconocer la culpabilidad oficial del Estado francés. Aducía
explícitamente que el llamado Estado Francés se había instalado por usurpación,
interrumpiendo la historia de la República francesa, única persona política o
moral que aquí debía rendir cuentas y que en esa época se encontraba amordazada
o en la resistencia ilegal. Según él, en la actualidad, la República francesa
no tenía nada que «confesar», no tenia por qué asumir la memoria y la
culpabilidad de un tiempo en que había sido puesta fuera de juego. La nación
francesa, como tal y en su continuidad, no tenía que acusarse de crímenes
contra la humanidad cometidos injustamente en su nombre. Mitterrand rechazó ese
reconocimiento aun cuando inauguró las conmemoraciones públicas y solemnes de
la redada del Velódromo de Invierno y aun cuando durante años, fueron muchos
los que le solicitaron insistentemente en cartas y petitorios oficiales -que
conozco bien porque los he firmado- que hiciera lo que, por suerte, acaba de
hacer el presidente Chirac.
Citaré asimismo otra posición típica acerca de este problema: la de
Jean-Pierre Chevénement, ex-ministro de Mitterrand, socialista muy
independiente, opuesto al modelo de Europa que se está constituyendo,
preocupado por la soberanía y por el honor nacional, y que renunció a su cargo
de Ministro de Defensa durante la guerra del Golfo. Para Jean-Pierre
Chevénement, si Chirac hizo bien en reconocer la culpabilidad indudable del
Estado francés, las consecuencias de esta «veracidad» y de los términos en los
cuales se puso en práctica acarrearán graves riesgos, por ejemplo el de
legitimar, a su vez al pétainismo y alentar a todas las fuerzas que hoy
necesitarían acreditar la idea de que «Pétain, es Francia». [11] Sin duda, éste también era el punto de vista
del propio general de Gaulle, y quizá, de manera menos decidida, el de los
presidentes que lo sucedieron. En una palabra: por cierto, es preciso que haya
verdad y veracidad, pero no hay que ponerlas en práctica de cualquier manera, a
cualquier precio. Cualquier verdad no es buena en sí misma, como lo recuerda el
proverbio francés, y el imperativo no es tan sagrado e incondicional como lo
quería Kant. Habría que tener en cuenta los imperativos hipotéticos, la
oportunidad pragmática, el momento, las formas del enunciado, la retórica, el
destinatario, etc. Para distinguir entre la legalidad del gobierno de Vichy y
la voluntad popular que dimitió ante él, Chevénement, por lo demás, debe
remontarse mucho más atrás, al menos cinco años, para determinar las
responsabilidades reales. En sentido estricto, el análisis propiamente
histórico seria infinito y la distinción entre mentira y veracidad correría,
entonces, el riesgo de perder el rigor de sus aristas.
He aquí, entonces, una primera serie de cuestiones: al no declarar
oficialmente la que es ahora una verdad histórica de Estado, los presidentes
anteriores, desde de Gaulle hasta Mitterrand, ¿incurrían en mentira o en
disimulación? ¿Tenernos derecho a decir esto? ¿Podrían ellos, por su parte e
inversamente, acusar a Chirac de «mentir»? ¿Mienten unos y otros? ¿Quién ha
mentido y quién ha dicho la verdad? ¿Podemos hablar aquí de mentira? ¿Es éste
un concepto pertinente? Y en ese caso, ¿cuál seria el criterio de mentira?
¿Cuál seria la historia de esa mentira? Y sobre todo, una cuestión, esta vez,
diferente: ¿cuál sería la historia del concepto de mentira en el que se
basarían tales cuestiones? Si aquí hubiera mentira y si fuera pertinente
determinar que esto o lo otro es una mentira, ¿quién seria el sujeto y quién el
destinatario o la victima de ella? Naturalmente, volveré sobre la formación y
formulación de esta primera serie de cuestiones, pero quisiera, siempre a
título preliminar, subrayar dos rasgos originales en este ejemplo.
Por una parte, hay, en efecto, una novedad
histórica en esta situación, en esta pragmática de la oposición
veracidad/mentira, si no en la esencia de la mentira. Es que se trata aquí de
una veracidad o de una mentira de Estado determinables como tales, en un
escenario del derecho internacional que no existía antes de la Segunda Guerra
Mundial. Estas hipótesis se plantean hoy con referencia a conceptos jurídicos
como los de «crimen contra la humanidad» que son invenciones, y por
consiguiente «realizativos» [performatives], que la humanidad jamás
había conocido hasta ahora es su condición de conceptos jurídicos que implican
jurisdicciones internacionales, contratos y cartas interestatales, instituciones
y cortes de justicia en principio universales. Si todo esto es histórico
de principio a fin, es porque la problemática de la mentira o de la confesión,
el imperativo de la veracidad respecto de algo tal como un «crimen contra lo
humanidad», no tenía ningún sentido para los individuos ni para el Estado,
antes de que se definiera este concepto jurídico en el artículo 6c de los
Estatutos del Tribunal militar internacional de Nüremberg y, sobre todo, por lo
menos en el caso de Francia, si no me equivoco, antes de que estos crímenes
hubieran sido declarados «imprescriptibles» por una ley del 26 de diciembre de
1964.
Por otra parte, los objetos en cuestión,
respecto de los cuales habría que pronunciarse, no son realidades naturales «en
sí». Dependen de interpretaciones, pero también de interpretaciones
realizativas. No hablo aquí del acto realizativo del lenguaje por el cual,
confesando una culpabilidad, un jefe de Estado produce un acontecimiento y
provoca una reinterpretación de todos los lenguajes de sus predecesores. No,
quiero subrayar ante todo, la realizatividad puesta en práctica en los objetos
mismos de estas declaraciones: la legitimidad de un Estado supuestamente
soberano, la fijación de una frontera, la identificación o el reconocimiento de
una responsabilidad son actos realizativos. Cuando los realizativos tienen
éxito, producen una verdad cuya fuerza se impone a veces para siempre: la
fijación de una frontera, la instauración de un Estado son siempre violencias
realizativas que, si las condiciones de la comunidad internacional lo permiten,
crean el derecho, de manera durable o no, allí donde no lo había o había
cesado, donde no era lo suficientemente fuerte. Al crear el derecho, esta
violencia realizativa -que no es ni legal ni ilegal- crea lo que luego se
tendrá por una verdad de derecho, verdad pública dominante y jurídicamente
incuestionable.
¿Donde está hoy la «verdad» sobre las fronteras en la ex-Yugoslavia, en
todos sus «enclaves» fragmentados o enclavados en otros enclaves, y en Chechenia,
y en Israel? ¿Quién dice la verdad y quien miente en estos campos? Para mejor y
para peor, esta dimensión realizativa hace la verdad, como dice Agustín.
Imprime por tanto su dimensión irreductiblemente histórica a la veracidad y a
la mentira. A esta fuerza «realizativa» original, ni Kant ni Hannah Arendt, me
parece, la toman en cuenta temáticamente. Intentaré mostrar que, a pesar de
todo lo que los separa o los opone desde otro punto de vista, tienen en común
este desconocimiento, o en todo caso esta explicitación insuficiente, en cuanto
ignoran la dimensión sintomática o inconsciente de estos fenómenos. Ellos no
podrían abordarse sin, por lo menos la conjugación de una «lógica del
inconsciente» y de una teoría de lo «realizativo». Lo que no significa que
basten, para ello, el discurso presente y actualmente elaborado del
psicoanálisis o de la teoría de los speech acts [actos lingüísticos].
Aún menos significa que esté disponible la articulación entre ambos, o entre
ambos y un discurso sobre la política o la economía de los saberes y de los
poderes tele-tecnológicos. Definimos aquí una tarea y las condiciones de un
análisis ajustado a estos fenómenos de «nuestro tiempo».
II
Para ilustrar lo que esta fuerza realizativa puede tener de temible en
nuestra modernidad tele-tecno-mediática, he aquí, ahora, otra secuencia,
aparentemente menor, de la misma historia. Dije que los medios ocuparían un
lugar central en este análisis. El New York Times se ocupó de informar
sobre la reciente declaración de Chirac. Preocupado por la verdad y por la
competencia, supongamos, confió la responsabilidad del artículo a un profesor.
En nuestra cultura, la idea de competencia se asocia a la universidad y a los
profesores universitarios. Todos suponen que los profesores saben y dicen la
verdad. Ese profesor, presunto conocedor, enseña en una gran universidad
neoyorkina. Inclusive pasa por ser un experto en las cuestiones Francesas de la
modernidad, en el cruce de la filosofía, la ideología, la política y la
literatura y -según lo recuerda el New York Times- es autor de un libro
titulado Past Imperfect: French Intellectuals, 1944 to 1956. Con el
título «French War Stories», el New York Times del 19 de julio de 1995
publica, pues, un articulo de Tony Judt, profesor de la New York University.
Antes de concluir que (cito), «It is well that Mr. Chirac has told the truth
about the French past» [está bien en que el señor Chirac haya contado la
verdad sobre el pasado francés], el autor de Past Imperfect denunciaba
empero el comportamiento vergonzoso de los intelectuales franceses que, durante
medio siglo, según él, se habían preocupado tan poco de esa verdad y de su
reconocimiento público. En primer lugar, observaba que Sartre y Foucault habían
permanecido «curiously silent» sobre el tema. Y lo atribuía a la simpatía de
ambos por el marxismo. Esta explicación mueve un poco a risa, sobre todo en el
caso de Foucault, cuando se sabe que la mayoría, los más duraderos y conocidos
de sus «compromisos políticos» eran de todo menos marxistas, cuando no
expresamente anti-marxistas. Lo que el profesor Judt escribe, entonces, sólo lo
citaré para multiplicar, como introducción, los ejemplos de errores que siempre
será difícil determinar.
Dudaremos siempre entre varias posibilidades. ¿De qué se trata en
realidad? ¿De incompetencia? ¿De falta de lucidez o de agudeza analítica? ¿De
ignorancia de buena fe? ¿De error accidental? ¿De una mala fe crepuscular,
entre la mentira y la inconsciencia? ¿De compulsión y lógica del inconsciente?
¿De falso testimonio caracterizado, perjurio, mentira? Sin duda, estas
categorías son irreductibles entre sí, pero, ¿qué pensar de las situaciones tan
frecuentes donde de hecho, en verdad, se contaminan recíprocamente y no
permiten una delimitación rigurosa? ¿Y si este contagio marcara a menudo el
espacio mismo de tantos discursos públicos, sobre todo en los medios? He aquí,
pues, lo que dice el profesor Judt para explicar el silencio, a sus ojos
culpable, de Sartre y de Foucault: «Intellectuals, so prominent in post-war
France, might have been expected to force the issue. Yet people like Jean Paul
Sartre and Michel Foucault were curiously silent. One reason was their
near-obsession with Communism. While proclaiming the need to ‘engage’, to take
a stand, two generations of intellectuals avoided any ethical issue that could
not advance or, in sorne cases, retard the Marxist cause» [Se podia esperar que
los intelectuales, tan prominentes en la Francia de la posguerra, enfatizaran
la cuestión. No obstante, gente como Jean-Paul Sartre y Michel Foucault se mantuvo
curiosamente silenciosa. Una razón es que estaban casi obsesionados por el
comunismo. Aunque proclamaban la necesidad de «comprometerse», de adoptar una
posición, dos generaciones de intelectuales evitaron cualquier planteo ético
que impidiera el avance o, en algunos casos, que retrasase la causa marxista].
Estas declaraciones pueden parecer solamente un poco confusas y vagas,
sobre todo en lo que atañe a la «causa marxista» en Foucault. Pero el profesor
Judt no se detiene allí. Después del subtitulo «Shame of the lntellectuals»
(cuya responsabilidad por lo menos comparte con el periódico, como
desgraciadamente tan a menudo nos vemos obligados a hacer cuando creemos que
debemos escribir en los periódicos), el profesor-periodista denuncio la
vergüenza de los intelectuales que vinieron después de Sartre y que
mantuvieron, según él, un silencio culpable ante la culpabilidad de la Francia
de Vichy y ante sus «crímenes contra la humanidad»: «No one stood up to
cry ´J´accuse!’ at hight functionaries, as Emile Zola did during the Dreyfus
affair. When Simone de Beauvoir, Roland Barthes and Jacques Derrida entered the
public arena, it usually involved o crisis far away-rin Madagascar , Vietnam or
Cambodia . Even today, politically engaged writers call for action in Bosnia
but intervene sporadically in debates about the French past» [Ninguno se
levantó para enrostrar a los altos funcionarios un «J'accuse!» como lo hiciera
Emile Zola durante el asunto Dreyfus. Cuando Simone de Beauvoir, Roland Barthes y
Jacques Derrida aparecieron en la escena pública, lo que estaba en juego
habitualmente era una crisis bien remota: en Madagascar, Vietnam o Camboya. Aún
hoy en día los escritores políticamente comprometidos convocan a una acción en
Bosnia, pero en los debates sobre el pasado francés intervienen
esporádicamente].
Aun cuando estoy dispuesto a conceder una parte de verdad a esta
acusación, debo declarar que en lo esencial ella me indigna, y no sólo -les
ruego que lo crean- porque me concierne también personalmente y soy objeto, con
otros, de una verdadera calumnia. No es la primera vez que periódicos que
llevan el nombre de Nueva York en su título dicen cualquier cosa y mienten de
manera caracterizada a mi respecto, a veces durante meses y en varios números.
Pero si me sentí particularmente afectado por lo que en francés se llama en
este caso, una contra-verdad, no fue sólo por esta razón, ni simplemente,
porque, como otros soy de los que se preocupan por lo que el Sr. Judt
llama el «French Past». Es sobre todo porque, junto o otros, lo he señalado
públicamente más de una vez, incluso respecto de otros temas (Argelia, por
ejemplo) y porque, junto a otros, firmé una carta abierta al presidente
Mitterrand, pidiéndole que reconociera lo que Chirac acaba de reconocer. Al
leer el New York Times, y como muy a menudo desalentado de antemano, ya
había renunciado a responder y a corregir esa contra-verdad convertida en
verdad por la fuerza conjunta de la autoridad supuesta de un experto académico
y de un periódico de difusión masiva e internacional (norteamericana y europea,
pues el mismo articulo se reproducía tal cual, tres días más tarde en la
edición europea del International Herald Tribune).
Afortunadamente, cuatro días más tarde, la contra-verdad era denunciada
en el mismo periódico por otro profesor norteamericano a quien no conozco, pero
a cuya competencia y honestidad debo rendir un reconocido homenaje. Se trata
del Sr. Kevin Anderson, profesor de rango más modesto en una universidad menos
famosa (es Profesor Asociado de Sociología en la Northern Illinois University).
Con el título «French intellectuals Wanted Truth Told» [«Necesaria verdad sobre
los intelectuales franceses»], el New York Times se vio , pues,
obligado a publicar una carta de Kevin Anderson « to the edithor». Como
siempre, este tipo de cartas se publican en un lugar modesto y a veces
inhallable, mientras que el efecto de verdad o más bien de contra-verdad del
primer artículo «propiamente dicho» subsiste imborrable para millones de lectores,
y sobre todo para los lectores europeos del International Herald Tribune que
sin duda jamás leerán esa carta al editor.
Kevin Anderson critica en más de un aspecto
todo el análisis político del profesor Judt (me permito remitirlos a él) y, en
particular, hace esta precisión: «On June 15, 1992, a petition signed by more
than 200 maninly leftis intellectuals, including Mr. Derrida, Régis Debray,
Cornelius Castoriadis, Mr. Lacouture and Nathalie Sarraute, noted that French
occupation government in 1942 acted ‘on its ow authority, and without being
asked to do so by the Germar occupier’. It called on Mr. Mitterrand to recognize and
proclaim that the French state of Vichy was responsible for persecutions and
crimes against the Jews’ of France» [El 15 de junio de 1992, un petitorio
firmado por más de doscientos intelectuales en su mayoría de izquierda,
incluyendo al señor Derrida, a Regis Débray, a Cornelius Castoriadis, al señor
Lacouture y a Nathalie Sarraute, señalaba que el gobierno francés en 1942, durante
lo ocupación, había actuado «por su propia autoridad y sin que el ocupante
alemán le pidiera que así lo hiciese…» El petitorio solicitaba al Sr.
Mitterrand que «reconociese y declarase que el Estado francés de Vichy fue
responsable de las persecuciones y de los crímenes cometidos contra los judíos
de Francia»]
Por lo que sé -pero no sé todo y no es demasiado tarde- el profesor
todavía no ha reconocido públicamente que no había dicho la verdad. Ustedes
habrán observado que al hablar de lo que denominamos en francés la
«contra-verdad» de su artículo, nunca dije que el profesor Judt hubiera
mentido. No todo lo que es falso es imputable a una mentira. La mentira no es
un error. Platón y Agustín ya insistían a coro en esto. Si el concepto de
mentira tiene alguna resistente especificidad, debemos distinguirlo
rigurosamente del error, de la ignorancia, del prejuicio, de la incorrección en
el razonamiento, y aun de la falta en el orden del saber, o incluso -y aquí las
cosas ya nos resultarán más complicadas- de una falta en el orden de la acción
o del hacer, de la práctica y de la técnica. Si la mentira no es ni falta de
saber o de saber hacer, ni es error, si implica mala voluntad o mala fe en el
orden de la razón moral, no de la práctica sino de la razón pura práctica, si
se dirige a la creencia más bien que al conocimiento, entonces el proyecto de
una historia de la mentira no debería asemejarse a nada de lo que podríamos
denominar, con el Nietzsche de El Ocaso de los dioses, la historia de un
error (Geschichte eines Irrtums).
Por cierto, deberíamos mantener el sentido de las proporciones. ¿Pero
cómo calcular una proporción cuando el poder capitalístico-tecno-mediático de
un periódico internacional puede producir efectos de verdad o de contra-verdad
mundial a veces tenaces e imborrables sobre los temas más graves de la historia
de la humanidad, y mucho más allá de las modestas personas implicadas en el
ejemplo reciente que acabo de dar? Por consiguiente y si mantenemos las
proporciones, la historia que acabo de contar no sería ni la historia de un
error ni la historia de una mentira. Para mentir, en el sentido estricto y
clásico del concepto, hay que saber la verdad y deformarla intencionalmente.
Por lo tanto, es preciso no mentirse a sí mismo. Estoy convencido de que si el
profesor Judt hubiese tenido un conocimiento claro y distinto, una conciencia
real del hecho de que los intelectuales a quienes acusa habían firmado esa
carta a Mitterrand, no habría escrito lo que escribió. Creo razonable darle ese
crédito: él no mintió. No realmente. No quiso, clara y deliberadamente, engañar
a su lector y abusar de su confianza o de su creencia. Sin embargo, ¿constituye
sólo, inocentemente, un error de su parte o una simple falta de información?
Tampoco lo creo. Si el profesor Judt no trató de saber más o lo suficiente, se
debe también a que estaba apremiado por llegar a una conclusión, y por
producir, así un «efecto de verdad» que confirmaría, a toda costa, sus tesis
generales sobre los intelectuales franceses y la política, las que están
accesibles en otros escritos suyos –y que no soy el único en encontrar algo
simplistas-.
Podríamos mostrarlo, si fuera el tema de esta conferencia y si
tuviéramos tiempo para ello. Lo que quiero subrayar aquí, es que esta
contra-verdad no depende de la mentira ni de la ignorancia o del error, sin
duda ni siquiera de la mentira a uno mismo de la que habla Hannah Arendt. No se
deja reducir a ninguna de las categorías que nos ha legado el pensamiento
tradicional sobre la mentira desde Platón y Agustín hasta Kant e inclusive
hasta Hannah Arendt, a pesar de todas las diferencias que separan a estos
pensadores. Pues ésta es la hipótesis que deseo someter a la discusión de
ustedes: el concepto de mentira a sí mismo, el autoengaño, que Hannah Arendt
necesita esencialmente para marcar la especificidad de la mentira moderna como
mentira absoluta, es también un concepto irreductible a lo que se denomina, con
todo rigor clásico, mentira. Pero lo que llamo aquí, con demasiada rapidez, el
rigor clásico del concepto de mentira tiene también una historia de la que
somos herederos y que de todos modos ocupa un lugar dominante en nuestra
cultura y en nuestro lenguaje común.
La mentira a uno mismo no es la «mala fe», ni en el sentido corriente ni
el sentido que le da Sartre. Requiere entonces otro nombre, otra lógico, otras
palabras, tomar en cuenta a la vez cierta tecno-realizatividad-mediática y una
lógica del fantasma (es decir de lo espectral) o de una sintomatología
de lo inconsciente hacia donde, según me parece, la obra de Hannah Arendt
apunta pero no desarrolla jamás como tal. En «Verdad y política» («Truth and
Politics») aparecen varios signos de que ese concepto de mentira a sí mismo
desempeña un papel determinante en el análisis arendtiano de la mentira
moderna. Por cierto, Arendt ilustra esa mentira a sí mismo con anécdotas o
discursos de otros siglos. «Sabemos desde hace mucho tiempo», observa, «que es
difícil mentir a los demás sin mentirse a sí mismo» y «cuanto más éxito tiene
un mentiroso, más probable resulta que sea víctima de sus propias invenciones».
Pero asigna esta posibilidad sobre todo a la modernidad y extrae consecuencias
muy paradójicas con respecto a la propia democracia, como si ese régimen ideal
fuera también aquel donde el engaño estuviera justamente destinado a
convertirse en «autoengaño». Arendt reconoce entonces una «fuerza innegable» a
los argumentos de los «críticos conservadores de la democracia de masas»:
«Políticamente, lo importante es que el arte moderno del autoengaño puede
transformar un problema externo en cuestión interna, de tal modo que un
conflicto entre naciones o entre grupos repercuta sobre la escena interna. Los
autoengaños practicados en los dos lados durante el período de la guerra fría
son demasiado numerosos para enumerarlos, pero es evidente que son un caso
especial. Los críticos conservadores de la democracia de masas a menudo
subrayaron los peligros que esta forma de gobierno introduce en las cuestiones
internacionales, sin mencionar empero los peligros propios de las monarquías u
oligarquías. La fuerza de sus argumentos reside en el hecho innegable de que,
en condiciones plenamente democráticas el engaño sin autoengaño es casi
imposible». [12]
Dejo en suspenso la cuestión capital, pero demasiado difícil, de qué
podemos entender aquí por «condiciones plenamente democráticas».
III
No sé si ella lo leyó o conoció, pero debemos decir que, en verdad, las
tesis de Arendt se conectan directamente con un artículo de Alexandre Koyré,
también publicado en Nueva York, en 1943, en la revista Renaissance, revista
de la Escuela Libre de Altos Estudios, bajo el titulo «Reflexiones sobre la
mentira» reimpreso en junio de 1945 en Contemporary Jewish Record con el
título de «The Political Function of the Modern Lie» [La función política de la
mentira moderna] y reeditado recientemente en Francia por el Colegio
Internacional de Filosofía. [13] El texto comienza así: «Jamás se ha mentido
tanto como en nuestros días, ni mentido de una manera tan descarada,
sistemática y constante». Aquí encontramos ya todos los temas de Arendt y en
particular, el de la mentira a sí mismo («Es indudable que el hombre siempre ha
mentido. Se ha mentido a sí mismo. Y a los demás.») y el de la mentira moderna:
«A la mentira moderno e incluso, más estrictamente, a la mentira política
moderna, sobre todo, quisiéramos dedicarles algunas reflexiones […] Estamos
convencidos de que en éste campo quo nihil antiquius, la época actual, o
más exactamente, los regímenes totalitarios, han innovado poderosamente […] El
hombre moderno -también aquí pensamos en el hombre totalitario está impregnado
de mentira, respira la mentira, está sometido o la mentira en cada instante de
su vida».
Pero Koyré se plantea también una cuestión que desgraciadamente no
desarrolla, por lo menos no lo hace en la dirección que me parece hoy
necesaria. En efecto, Koyré se pregunta -algo que Arendt no se plantea- si
todavía tenemos, cito, «el derecho de hablar aquí de ‘mentira’».
No podemos en esta ocasión seguir de cerca la respuesta que él esbozo
frente a esta pregunta. Por tanto, me permito remitirlos a él y me limitaré a
señalar esquemáticamente, en la estrategia de su respuesta, el desafío y la
nervadura de una dificultad filosófica, pero también ética, jurídica y
política. ¿Qué se puede hacer con su respuesta si se intenta escribir una
historia de la mentira y trazar una genealogía del concepto de mentira, como
por otra parte de esa veracidad sagrada, de esa heiligkeit de lo que
queda a salvo, de lo sano o de lo indemne que siempre liga lo ético a lo
religioso?
En la estrategia de Koyré, a cuya necesidad y fuerza quiero rendir homenaje,
estaría tentado de reconocer a la vez un límite y una apertura.
A. Primero el límite. En efecto, Koyré parece sospechar de toda
pregunta acerca del derecho o recurrir a la palabra «mentira». Por lo
menos, insinúa que una pregunta tal puede ser, ya en tanto pregunta, el esbozo
de una perversión totalitaria. Y no se equivoca, no está simplemente
equivocado. Por cierto, el riesgo existe, y sigue siendo terrible. Nos
preguntaremos solamente si no hay que tratar a ese riesgo de otro modo y
teniendo en cuenta cada vez, sin relativismo, las situaciones históricas
singulares y nuevas, y sobre todo introduciendo en el análisis de tales
situaciones, conceptos que parecen estructuralmente excluidos por Koyré y por
Arendt, y ya antes que ellos por Kant, Agustín y Platón, por razones
esenciales.
Koyré recuerda primero, con toda razón y pleno sentido común, que la
noción de «mentira» presupone la de la veracidad, de la cual es lo opuesto o la
negación, así como la noción de «falso» supone la noción de «verdadero». Agrega
entonces una advertencia pertinente y grave, una advertencia que nunca habría
que olvidar, sobre todo en política, pero que empero no debería detenernos
cuando buscamos una genealogía deconstructiva del concepto de mentira y, por
tanto, del de veracidad. ¿Cómo hacer para que esa genealogía, tan necesaria,
para la memoria o la lucidez crítica, pero también para las responsabilidades
que quedan por asumir hoy y mañana, no termine sin embargo arruinando o
simplemente desacreditando aquello que analiza? ¿Cómo orientar una historia
deconstructiva de esta oposición entre la veracidad y la mentira sin
desacreditarla y sin ceder el paso a todas las perversiones contra las cuales
Koyré y Arendt siempre tendrán razón de prevenimos?
He aquí la advertencia de Koyré. Fue escrita en 1943, no lo olvidemos,
tanto por lo que pasaba entonces como por lo que pasó después, por lo que
sucede actualmente; pues lo que diagnostica acerca de las prácticas
totalitarias de entonces «para nosotros fue ayer» podría extenderse ampliamente
a ciertas prácticas actuales de supuestas democracias en la época de una cierta
hegemonía capitalístico-tecno-mediática: «Ahora bien, las filosofías oficiales
de los regímenes totalitarios proclaman de modo unánime que la concepción de la
verdad objetiva, una para todos, no tiene ningún sentido, y que el criterio de
la «Verdad» no es su valor universal [más adelante Koyré recordará que hay una
teoría de la mentira en Mein Kampf y que los lectores de ese libro no
comprendieron que se les hablaba de ellos mismos] sino su conformidad con el
espíritu de la raza, de la nación o de la clase, su utilidad racial, nacional o
social. Prolongando y llevando hasta el límite las teorías biologístas,
pragmatistas, activistas de la verdad y consumando así la que se ha denominado
muy bien la ‘traición de los letrados [clercs]‘, las filosofías oficiales de
los regímenes totalitarios niegan el valor propio del pensamiento que, para
ellos no es una luz sino un arma; su finalidad, su función, nos dicen, no es
revelarnos lo real, es decir lo que es, sino ayudarnos a modificarlo, a
transformarlo guiándonos hacia lo que no es. Pero paro esto, tal como se ha
reconocido desde hace mucho tiempo, el mito es a menudo preferible a la
ciencia, y la retórica que apela a las pasiones, preferible a las
demostraciones que apelan a la inteligencia». [14]
Lo repito y lo subrayo para evitar cualquier malentendido, lo que dice
aquí Koyré me parece verdadero, justo, necesario. Ante todo, hay que
refrendarlo. El peligro que denuncia deberá siempre ser vigilado con una
constancia sin desmayos, y sin embargo, ya lo han oído, lo que él condena mucho
más allá del biologismo y de las filosofías oficiales son todas aquellas
interpretaciones que denomina «pragmatistas o activistas» de la verdad, lo que
puede llevar muy lejos. Esta sospecha puede alcanzar a todo lo que desborda, en
más de un aspecto, la determinación de la verdad como objetividad, o como tema
de un enunciado constatativo, o como adecuación y, en el límite, a toda
asunción de enunciados realizativos. Dicho de otro modo, la misma sospecha se
afectaría a cualquier problemática que delimitara, cuestionara y a fortiori deconstruyera
la autoridad de la verdad como objetividad o, lo que sería incluso distinto,
como adecuación o aun como revelación (aletheia). La misma sospecha se
extendería a toda problemática que tomara en cuenta, por ejemplo en el ámbito
de la cosa pública, política, retórico-tecno-mediática, la posibilidad de
lenguajes instituyentes y realizativos, (aunque sólo fuera el testimonio, que
siempre es un acto que implica una promesa o un juramento realizativo). Por
tanto, una problemática de este tipo, tan necesaria, para mejor o para peor,
correría el riesgo de verse descalificada o paralizada de antemano.
Señalo aquí dos precauciones igualmente necesarias.
A. Por una parte, no digo esto para descartar la sospecha
formulada por Koyré: una vez más, ella es indispensable y legítima, debe
vigilar estas nuevas problemáticas por urgentes que ellas sean. B. Por otra
parte, es verdad que estas mismas problemáticas nuevas (de tipo
pragmático-deconstructivo) pueden servir, en efecto, a intereses
contradictorios. Es preciso que esta doble posibilidad permanezca abierta a la
vez como oportunidad y como amenaza, sin lo cual sólo nos quedaría el
desarrollo irresponsable de una máquina programática. La responsabilidad ética,
jurídica o política, si es que la hay, consiste en decidir la orientación
estratégica que se dará a esta problemática que sigue siendo una problemática
interpretativa y activa, en todo caso realizativa, en virtud de la cual la
verdad tanto como la realidad no es un objeto dado de antemano que sólo se
trataría de reflejar adecuadamente. Es una problemática del testimonio, por
oposición a la prueba, la que me parece aquí necesaria pero que no puedo
desarrollar. (Aclaro rápidamente, por falta de tiempo para extenderme más
recurro un poco fácilmente a la palabra «realizativo», dejando sin tratar una serie
de cuestiones que he planteado en otro lugar sobre la oposición
realizativo/constatativo, sobre sus paradojas y particularmente sobre los
límites de su pertinencia y de su pureza. Puesto que Austin fue el primero en
alertarnos contra esa pretendida «pureza», [15] no me propondría justamente contra él
restaurarla o reacreditarla sobre la marcha).
B. Este sería para mí un límite del propósito de Koyré en su
artículo Según creo, volvemos o encontrarlo en Arendt. Pero Koyré esbozo
también un paso más allá de este límite Yo me orientaría en la misma
dirección. En efecto, Koyré sugiere que los regímenes totalitarios y sus
análogos de toda especie, nunca se situaron verdaderamente más allá de
la distinción entre la verdad y la mentira. De hecho han convertido en una
necesidad vital esta distinción oposicional y tradicional. Pues mienten en el
interior de esa tradición, de una tradición que tiene pleno interés en mantener
intacta y en su forma más dogmática, para poner en acción el engaño.
Simplemente, en la vieja axiomática metafísica, conceden primacía a la mentira,
limitándose así a una simple inversión de la jerarquía, inversión con la cual
Nietzsche, al final de Historia de un error (y en otras partes) dice que
no hay que contentarse.
Citamos una vez más en extenso a Koyré:
«También en sus publicaciones (incluso en las que se dicen científicas),
en sus discursos y por cierto en sus propagandas, los representantes de los
regímenes totalitarios se preocupan muy poco por la verdad objetiva. Más
fuertes que el mismo Dios todopoderoso, transforman a su placer el presente y
hasta el pasado [por esta reescritura del pasado histórico superan aun a Dios,
quien sería impotente para cambiar el pasado: en 1943, bajo Vichy, en una
nota que todavía hoy se podría extender hasta el infinito, Koyré evocaba
entonces ‘la enseñanza de la historia durante los regímenes totalitarios' e
incluso ‘las nuevos manuales de historia de las escuelas francesas']. Se podría
concluir -y se lo ha hecho a veces- que los regímenes totalitarios están más
allá de la verdad y de la mentira».
Por nuestra parte creemos que no es así. La
distinción entre la verdad y la mentira, lo imaginario y lo real, continúa
siendo válida aún en el seno de las concepciones y de los regímenes
totalitarios. Tan sólo se invierte, en cierto modo, su lugar y su papel: los
regímenes totalitarios se fundan sobre la primacía de la mentira. (Koyré
subraya estas últimas palabras). [16]
Esta «primacía de la mentira» en un sistema totalitario (confeso o no)
que más que otros, necesita creer en la oposición estable y metafísicamente
asegurada entre la verdad y la mentira, pudo ser tan fácilmente ilustrada por
Koyré en su época como podríamos hacerlo ahora, cerca o lejos de nosotros. Por
definición, mentiroso es alguien que dice que él dice la verdad (ésta es una
ley estructural y sin historia), pero cuanto más miente un aparato político,
más hace del amor por la verdad la consigna de su retórica. «Odio la mentira»
es una declaración célebre del mariscal Pétain. Koyré la recuerda. Por mi
parte, hubiese querido comentar ese otro eslogan de los tiempos de Vichy y su
ideología reaccionaria sobre la vuelta a la tierra, como lugar seguro de los
valores de la familia y de la patria: «la tierra no miente», decía otro eslogan
de la época.
Entre las perspectivas abiertas por estas pocas páginas de Koyré, me
parece que habría que privilegiar por lo menos dos, y dejar en suspenso una
importante cuestión.
A. La primero apertura apunta a la perversión paradójica que consiste en
mentir en un segundo grado: «técnica maquiavélica por excelencia», dice Koyré,
arte del que Hitler se había convertido en maestro, y que consistía en decir la
verdad sabiendo que no sería tomado en serio por los no iniciados, en una
especie de «conspiración a pleno día» de la cual Hannah Arendt hablará tan a
menudo como de la mentira moderna. Decir la verdad con la idea de engañar a los
que creen que no deberían creerla. Koyré no fue, como tampoco Freud, el primero
en identificar esta astucia, pero señaló la preocupación por interpretarla como
una técnica política moderna, en la era de las comunicaciones de masas y del
totalitarismo.
B . La segunda perspectiva se abre sobre una teoría del
secreto. De hecho, constituye el tema fundamental y más insistente de su
artículo: no el de la sociedad secreta sino el de una «sociedad con secretos»
cuya estructura permite que una «conspiración a pleno día» no sea una
«contradicción in adjecto» .
C. El despliegue tan original de esa teoría del secreto político moderno
podría inspirar una inquietud sobre la que sólo diré una palabra: Koyré parece
considerar que todo secreto es por principio una amenaza para la res
publica, y de hecho para el espacio democrático. Es comprensible y se
ajusta bien a cierta esencia de la politeia como fenomenalidad absoluta.
Pero me pregunto si aquí no vemos anunciarse la perversión inversa del politicismo,
de una absolutización de lo político, de una extensión ilimitada de la esfera
de lo político. Al rechazar entonces todo derecho al secreto, la instancia
política obliga a cualquiera a comportarse primero y en todo, como ciudadano
responsable ante la ley de la polis . ¿No hay allí, en nombre de un
cierto tipo de verdad objetiva y fenoménica, otra semilla de totalitarismo con
aspecto democrático? No sin cierto indignado estupor leí esa nota de Koyré, en
la que, al ejemplificar el entrenamiento en el secreto, lo críptico y la
mentira, acusaba, mezclándolos, al espartano, al indio, al jesuita y al
marrano: «Citemos al azar el entrenamiento en la mentira del joven espartano y
del joven indio; lo mentalidad del marrano o del jesuita».
Si se sostuviera un derecho incondicional al secreto contra este
fenomenalismo y este politicismo integral, si un secreto absoluto de este tipo
debiera mantenerse inaccesible e invulnerable, no concerniría tanto al secreto
político como, en la figura metonímica y generalizada del marrano; al derecho
al secreto en calidad de derecho a la resistencia contra el orden de lo
político y más allá de él e incluso de lo teológico-político en general. Y en
política podría inspirar, como una de sus figuras, el derecho a lo que en Estados
Unidos se ha denominado con una bella expresión para la más respetable de las
tradiciones, en caso de fuerza mayor, allí donde la razón de estado no dicto la
última palabra a la ética: «civil desobediente».
Por falta de tiempo debo precipitar estos prolegómenos hacia su
conclusión y volver a Hannah Arendt. ¿Es posible una historia de la mentira
como tal? Estoy menos seguro que nunca, pero suponiendo que se la intentara,
habría que tomar en cuenta toda la obra de Hannah Arendt y más precisamente, en
los ensayos que he citado, un doble cuadro de motivos, alguno de los
cuales parecen propicios y otros desfavorables para tal proyecto.
En conclusión pues, he aquí un programa y dos
cuadros de cuatro telegramas.
En primer lugar, varios motivos parecen
propicios para esta historia de la mentira.
1. La preocupación claramente expresada [17] de sustraer esta historia a la «predicación
moral». Un poco como Nietzsche, de manera análoga y diferente a la vez, Hannah
Arendt quería tratar estas cuestiones «en un sentido extra-moral».
2. El tomar en cuenta no solamente el desarrollo de los medios sino el
de una nueva estructura mediática que ha llegado a transformar el estatuto del
sustituto icónico de la imagen [18] y del espacio público (temática ausente en
el planteo de Koyré).
3. La intención muy marcada de delimitar el orden de lo político, de
rodearlo de fronteras teóricas, prácticas, sociales e institucionales
(fronteras en principio muy estrictas, aun cuando -como se advierte fácilmente-
su trazado sea difícil, por razones no contingentes). Esto, en dos direcciones:
por una parte, señalando que el hombre, en su «singularidad», en la
«verdad filosófica» de su individualidad solitaria es «no política por
naturaleza». [19] Por otra parte, asignando al orden
judicial y al universitario, virtualmente independientes de lo político,
misiones nuevas y responsabilidades capitales en esta delimitación de la
mentira política. [20]
4. Por fin, el esbozo, sin el término y sin un desarrollo suficiente o
determinante de una problemática del carácter realizativo de una mentira cuya
estructura y ocurrencia estarían ligadas de manera esencial al concepto de
acción, y más precisamente al de acción política. [21] Hannah Arendt recuerda a menudo que el
mentiroso es por excelencia, me atrevería a decir, un «hombre de acción». Entre
mentir y actuar, actuar en política, manifestar su libertad por la acción,
transformar los hechos, anticipar el futuro, hay como una especie de afinidad
esencial. Según Arendt, la imaginación seria la raíz común de la «capacidad de
mentir» y de la «capacidad de actuar». Capacidad productiva de la imagen:
imaginación productiva como experiencia del tiempo, habrían dicho Kant o Hegel.
La mentira es el porvenir, podemos arriesgarnos a decir más allá de la
letra, pero sin traicionar la intención de Arendt en este contexto. Al
contrario, decir la verdad, es decir lo que es o habrá sido, seria más bien
preferir el pasado. Aunque se preocupa por marcar sus límites, Arendt habla
de una «innegable afinidad de la mentira con la acción, con el cambio del
mundo, en síntesis, con la política». El mentiroso, dice, no tiene necesidad de
componérselas para «aparecer en la escena política; cuenta con la gran ventaja
de estar siempre, por así decirlo, ya en medio de ella. Es un actor por
naturaleza; dice lo que no es porque quiere que las cosas sean diferentes de lo
que son -es decir, quiere cambiar el mundo [...] En otras palabras, nuestra
capacidad -pero no necesariamente nuestra capacidad para decir la verdad- forma
parte de algunos datos manifiestos y demostrables que confirman la existencia
de la libertad humana». [22]
Aunque estos enunciados requieran algunas modalizaciones, y la
aplicación más prudente de cierto índice de posibilidad (traducción que no
tenemos tiempo de realizar aquí), va de suyo que no sólo tenemos allí
esclarecida, por Arendt, la idea misma de una historia de la mentira sino, más
radicalmente, la tesis según la cual no habría historia en general e historia
política en particular sin la posibilidad al menos de mentir, es decir, de la
libertad y de la acción. Y también de la imaginación y del tiempo, de la
imaginación como tiempo.
¿En qué aspecto el discurso arendtiano cierra o bien amenaza clausurar
lo que ha abierto? Esto es lo que habría que evocar para concluir, o al menos
terminar, con estos tímidos prolegómenos.
Pues por otra parte, me parece que cuatro motivos han actuado
aquí para inhibir, si no para vedar, una consideración seria de tal historia.
1. La ausencia de una verdadera problemática del testimonio o de la
atestación (testimony, witnessing and bearing witness). Arendt no
se interesa en la historia de este concepto como de aquello que lo distingue
rigurosamente de la prueba o del archivo, aun si de hecho y de manera no
fortuita, un equívoco siempre enturbia los límites entre estas posibilidades
radicalmente heterogéneas. La distinción entre «verdad de hecho» y «verdad
racional», que constituye la estructura de todo este discurso, aquí parece
insuficiente. Arendt misma reconoce que sólo recurre a ella provisionalmente y
por comodidad. [23] Habla varias veces del testimonio [24] pero, como en el caso de la mentira, por lo
demás, de la fe o la buena fe, no lo convierte en un verdadero tema de análisis
eidético. Y tampoco Koyré. Los dos hacen como si supieran qué quiere decir
«mentir».
2. Ello no carece de relación con el concepto de «mentira a sí mismo» o
de «autosugestión», [25] que desempeña un papel determinante en todas
estas demostraciones de Arendt. Pero ese concepto sigue siendo confuso en la
«psicología» que implica. Es también lógicamente incompatible con el rigor de
todo concepto clásico de mentira. Mentir siempre querrá decir engañar intencionalmente
a otro, en conciencia, sabiendo lo que se oculta deliberadamente,
por ende, sin mentirse a sí mismo. El sí mismo , al menos si la
expresión tiene sentido, excluye la mentira a sí mismo. Cualquier otra
experiencia exige, pues, otro nombre y procede sin duda de otra zona o de otra
estructura: digamos, para abreviar, de la intersubjetividad o de la relación
con el otro, con el otro en sí, en una ipseidad más originaria que el ego
(individual o colectivo), una ipseidad con enclaves, una ipseidad divisible o
fragmentada. No diría que el psicoanálisis o la analítica del Dasein (dos
discursos que no se atienen en principio, a una teoría del ego o del yo) son los
únicos capaces de medirse con esos fenómenos que Arendt denomina mentira a sí
mismo o autosugestión; pero tanto Arendt como Koyré cuando ambos hablan
necesariamente de la mentira a sí mismo en política, aparentemente se esfuerzan
por evitar la menor alusión a Freud y a Heidegger sobre esos problemas. ¿Esto
es fortuito?
3. Lo que parece comprometer el proyecto de tal historia de la mentira,
o por lo menos su irreductible especificidad, es un indefectible optimismo .
Ese optimismo no deriva de la psicología. No refleja en primer lugar una
disposición personal, un hábitus aun ser-en-el-mundo, o bien, un
proyecto de Hannah Arendt. Después de todo, hablar de nuestra época como de la
era de la mentira absoluta, procurarse los medios de analizarla con una lucidez
implacable, no es dar muestras de optimismo. «Optimista» sería más bien el
dispositivo conceptual y problemático que aquí se utiliza o acredita. Se trata
de la determinación de la mentira política, pero también y ante todo de la
verdad en general. Esto siempre debe prevalecer y terminar por revelarse, pues
en su estructura, repite o menudo Arendt, la verdad es estabilidad asegurada,
irreversibilidad; sobrevive indefinidamente a las mentiras, a las ficciones y a
las imágenes. [26] Esta determinación clásica de la verdad como
supervivencia indefinida de lo «estable» (bebaion, dirían Platón y
Aristóteles) [27] no parece sólo convocar un gran número de
cuestiones «deconstructivas» (y no sólo en el estilo heideggeriano).
Al excluir hasta la posibilidad de que una mentira sobreviva
indefinidamente, no solamente va contra la misma experiencia; hace de la historia,
corno historia de la mentira, el accidente epidérmico y epifenoménico de una
parusía de la verdad. Ahora bien, una historia especifica de la mentira debería
pasar por lo menos por la historia de la cristianización (en Pablo, en ciertos
Padres de la Iglesia , en Agustín y su De mendacio, etc.) de la temática
griega del pseudos (que quiere decir a la vez lo falso, lo ficticio y la
mentiroso, lo que no simplifica o simplifica demasiado las cosas), del eidolon
y del phantasma spectral de la retórica, de la sofistica y de la
mentira políticamente útil, según la República de Platón, [28] d e la mentira útil, curativa o preventiva
como pharmakon. Esta cristianización radical se encuentra, en estado
secularizado y en la época de las Luces, si se puede decir, en la doctrina
kantiana que condena la mentira como degradación absoluta, «vicio capital de la
naturaleza humana», «negación de la dignidad humana»: «el hombre que no cree en
lo que dice es menos que una cosa», afirma Kant en su Doctrina de la virtud.
[29] A menos, nos inclinaríamos replicar,
que deje entonces de ser menos que una cosa para convertirse en algo e incluso
en alguien, algo ya como un hombre.
4. Por esto, en fin, siempre despierta inquietud la secundarización, la
relativización o la occidentalización, y hasta la trivialización de una teoría
o de una historia de la mentira, puesto que seguiría prevaleciendo la
certidumbre arendtiana de una victoria final y de una supervivencia asegurada
de la verdad (Y no sólo de la veracidad) sobre la mentira, aún cuando no se
acepte tal teleología sino como una justa idea reguladora en política o en la historia
del socius humano en general. Para mí, aquí no se trata de oponer a ese
riesgo la hipótesis judeo-cristiana-kantiana de la mentira como mal radical y
signo de la corrupción originaria de la existencia humana, sino señalar que,
sin la posibilidad, por la menos, de esta perversión radical y de su
supervivencia infinita, sin tomar en cuenta sobre todo las mutaciones técnicas
en la historia y en la estructura del simulacro o del sustituto icónico,
siempre se fracasará al pensar la mentira misma, la posibilidad de su historia,
la posibilidad de una historia que la comprometa intrínsecamente, y sin duda,
la posibilidad de una historia a secas.
Pero, hay que confesarlo para precipitar la conclusión, nada ni nadie
podrá jamás probar, lo que se dice propiamente probar, en el sentido estricto
del saber, de la demostración teórica y del juicio determinante, la existencia
y la necesidad de tal historia como historia de la mentira.
Sólo se puede decir lo que podría o debería ser la historia de la
mentira -si es que la hay.
Jacques Derrida
[1]. «No se miente cuando se dice una cosa falsa
en la que se cree o de la que se tiene lo opinión de que es verdadera (si
credit aut opinatur verum esse quod dicit). La creencia difiere, por la demás,
de la opinión. Quien cree siente a veces que ignora lo que constituye el objeto
de su creencia, sin tener dudas de su verdad, de tan firme que es su fe. Quien
se forma una opinión, piensa saber lo que ignora. Ahora bien, quien enuncia un
hecho que le parece digno de creencia o al que su opinión tiene lo por
verdadero, no rniente aunque el hecho sea falso (etiamsi falsum sit)». San
Agustin, Le mensonge (De mendacio), Primera parte, lera. sección, III,
3., trod. fr de G. Combes, en Oeuvres de Saint Augustin, París, 1937-1948, t.
2, p. 237
2 . Ibídem, pp. 244-246.
[3]. Ibídem. De otra manera, el Hipias menor de
Platón también tomaba en cuenta la posibilidad de decir la verdad queriendo
mentir o aun de no mentir diciendo lo falso ( 367 a ). H. Arendt «Truth and
Politics», trad. fr. de Cl. Dupont y A Huraut, «Vérité et poltoque», en La
crise de la culture, Paris, Idées Gallimard, 1972, pp. 289-290.
[4]. H.
Arendt «Truth and Politics», trad. fr. de Cl. Dupont y A Huraut, «Vérité et
poltoque», en La crise de la culture, Paris, Idées Gallimard, 1972, pp.
289-290.
[5]. H.
Arendt, «Lying in Politics. Reflections on the Pentagon Papers», en Crisis of
the Republic, Nueva York, 1972, pp. 4-5.H. Arendt, «Véité et politique», op.
cit., pp 324-325.
[7]. Ibídem, p. 321
[8]. H.
Arendt «Truth and Politics», en Between Past and Future: Eight Exercises in
Political Thought, Nueva York, The Viiking Press, 1968, pp. 252-253 y ss.
[9]. R. Schürmann, Le principe d´anarchie,
Heidegger et la questions de l´agir, Paris, 982, pp. 183-184, nº 1.
[10] . J. P. Chevènement, «Vichy, laver ou noyer
la honte?», en Libération, Paris, del 7 de agosto de 1995.
[11]. J. P. Chevènement, «Vichy, laver ou noyer la
honte?», en Libération, Paris, del 7 de agosto de 1995.
[13]. A. Koyré, «La fonctions politique du
mensange moderne» (La función política de la mentira moderna), en Rue Descartes
8/9, Colegio Internacional de Filosofía, París, Albin Michel, noviembre de
1993.
[14]. Ibídem, pp. 180-181.
[15]. J.
Austin, How to do things with words. (Cómo hacer cosas con las
palabras), duodécima conferencia, p. 150. Si quisiéramos pulir un poco esto
sería preciso analizar de cerca las distinciones austinianas entre por ejemplo
una promesa de mala fe, con la intención de no cumplirla y una mentira. Una
promesa de mala fe sigue siendo una promesa efectiva «pero no es una mentira o
una afirmación errónea» (Primera conferencia, p. 11).
[16]. A. Koyré, op. Cit., p. 181.
[17]. «Es una historia vieja y complicada la del
conflicto entre la verdad y la política, y la simplificación o la predicación
moral no nos servirían de ninguna ayuda», H. Arendt, «Vérité et
politique», p. 292.
[18]. Cf. más arriba, p. 11. «Imagen» es la
palabra clave o el concepto principal de todos los análisis dedicados a la
mentira política de nuestro tiempo («imágenes fabricadas», «imagen mentirosa»,
«imagen de propaganda», «imagen» versus «acontecimiento», «imagen»
«definitivamente mistificadora», etc., Ibidem, pp. 325-326 passim). La palabra
y el concepto de imagen se prestan aquí a confusión. El análisis de la
transformación del icono está solo esbozado por Arendt, me parece. Lo que está
en juego es, y ella no lo dice, una mutación que afecta el estatus sustitutivo
de un sustituto que tendemos a representar y a acreditar (en la alegación de lo
«directo», de lo «vivo», por ejemplo) no ya como un representante, justamente,
coma un sustituto–reemplazante- representante-referente sino coma la «cosa
misma» que, en la percepción misma, va a reemplazar la «cosa misma» que,
suponiendo que haya existido como tal desaparece entonces para siempre sin que
a nadie se le ocurra «reclamaría» o con requerir su diferencia. Por no hablar
del encuadre, de la selección, de la interpretación y de todas las
intervenciones que de ahora en más son técnicamente posibles en una fracción de
segundo entre el registro y su reproducción-difusión.
[19]. H.
Arendt, «Vérité et politique», p. 313. «Considerar la política desde la perspectiva de
la verdad, como yo la hago aquí, significa ubicarse fuera del ámbito político»,
p. 330. «La posición externa al ámbito político -externa a la comunidad a la
que pertenecernos y a la compañía de nuestros pares- está claramente
caracterizada como uno de los diferentes modos del estar solo. Eminentes entre
los modos existenciales del decir-la-verdad son la soledad del filósofo, el
aislamiento del sabio y del artista, la imparcialidad del historiador y del
juez y la independencia de quien descubre hechos, del testigo y del reportero.
(Esta imparcialidad […] no se adquiere dentro del dominio político sino que es
inherente a la posición de extranjero requerida por tales ocupaciones)»,
Ibídem, p. 331; «Es por completo natural que tomemos conciencia de la
naturaleza no política y, virtualmente, antipolítica de la verdad -Fiat veritas
et pereat mundus- solamente en caso de conflicto y hasta el presente he puesto
el acento sobre este aspecto de la cuestión» Ibídem, p. 331.
[20]. Ibídem, p. 332
[21]. Motivo muy presente desde las primeras
páginas de «Lying in Politics, Reflections on the Pentagon Papers». Por
ejemplo: («Una característica de la acción humana es la de que siempre comienza
algo nuevo, y esto no significa que le esté siempre permitido comenzar ab ovo,
crear ex nihilo. Para hallar espacio a la propia acción algo que estuvo allí
antes debe ser removido o destruido y hacer que las cosas dejen de ser lo que
eran. Tal cambio sería imposible si no pudiéramos desplazarnos mentalmente de
donde nos hallamos físicamente e imaginar que las cosas podrían también ser
diferentes de lo que de hecho son. En otras palabras, la negación deliberada de
la verdad táctica -la capacidad de mentir- y la capacidad de cambiar los hechos
-la capacidad de actuar- están interconectadas; deben su existencia a la misma
fuente: la imaginación») (p. 5). Naturalmente, es preciso relacionar este
concepto organizador de imaginación con el discurso sobre la «imagen» del que
hablamos antes.
[23]. Ibídem, p. 305 y ss.
[24] Ibídem, pp. 303-310
[25]. H. Arendt, «Lying in Politics», IV, trad.
fr., en Du mensonge á la violence, Agora, Pocket, pp. 39-40-47; «Vérité et
politique», pp 296-324.
[26] H.
Arendt, «Vérité et politique», pp. 328-329. Por ejemplo: «Las imágenes…
nunca pueden rivalizar en estabilidad con lo que es, simplemente porque sucede
que es así y no de otro modo» (p- 328) o bien esta proposición mucho más
optimista todavía: «el poder, por su propia naturaleza, nunca puede producir un
sustituto de la estabilidad asegurada de la realidad fáctica, porque ella ha
pasado, ha crecido hasta una dimensión fuera de nuestro alcance. Los hechos se
afirman por su obstinación, y su fragilidad se combina extrañamente con una
gran resistencia a la torsión, esa misma irreversibilidad que es el sello de
toda acción humana» (p. 329). En «Lying in Politics…», Arendt escribía con
animoso optimismo: no matter how the tissue of falsehood that an experienced
liar has to offer, it will never be large enough, even if he enlists the help
of computers, to cover the immensity of factuality» [por más bien tramada que
presente la falsedad un mentiroso experimentado, nunca será capaz de abarcar,
aun sirviéndose de computadoras, lo inmenso de la facticidad) (p. 7 y passim).
Pero suponiendo, concesso non dato, que suscribamos estos enunciados cuando
conciernen a hechos del tipo «fue Alemania la que invadió a Bélgica en el mes
de agosto de 1914», ejemplo que le gusta mucho a Arendt, ¿cómo seguir
suscribiéndolos cuando los «hechos» en cuestión son ya fenómenos de discurso
realizativo-mediáticos estructurados por el simulacro o lo virtual e incorporan
su propio momento interpretativo? En verdad, subsiste la cuestión de saber
determinar la estructura del sustituto, en este caso de la imagen en la
información y en la narración de hoy. El sustituto imagen seguía refiriéndose a
la cosa misma que reemplazaba incluso, a la «verdad» de su revelación. Como lo
advertimos antes (cf. N. 8), el sustituto del simulacro «moderno» (por ejemplo,
la transmisión «en vivo» o «directa» de la televisión), ocupa el lugar de lo
que reemplaza y destruye, bajo su realizatividad selectiva e interpretativa,
bajo el «efecto de verdad» absoluta e indudable que produce, hasta la
referencia a la alteridad de lo que reemplaza. He aquí sin duda el lugar de una
mentira absoluta que siempre puede sobre vivir indefinidamente sin que nadie
jamás lo sepa o ya no esté allí para saberlo o recordarlo. Siempre puede,
quizás, pero hay que mantener este régimen del quizás y esta cláusula de
posibilidad si se quiere evitar el borrar aún la historia de la mentira en una
historia de la verdad, en un saber teórico y bajo la autoridad de juicios
determinantes.
[27]. Al respecto de bebaios coma valor de
estabilidad y de confiabilidad, y de confiabilidad fundada sobre la
estabilidad, confiaestabilidad, me permito remitir a Politiques de l’ amité
(Políticas de la Amistad ), Galilée, 1994 (passim).
[28]. En una nota de «Verdad y Política» (n. 5,
trad. fr., p. 376), Hannah Arendt hace, por cierto, algunas alusiones a un
«pasaje crucial» (414c) de la República. Recuerda justamente que «pseudos»
puede significar en griego «ficción», «error» o «mentira» «según el
contexto». Pero, además de que nunca menciona, que yo sepa, ese tratado
explícito de la mentira, que es el Hipias menor, no es seguro que un contexto
sea alguna vez tan decidible como para transformarse en decisivo, tan
determinante como para prevalecer en la determinación del sentido.
[29]. Citado en un enriquecedor artículo de
Michèle Sinapi sobre el cual espero volver en otra parte, «Le mensonge
officieux dans la correspondencia Jérôme-Augustin» (La mentira oficiosa en la
correspondencia Jérôme-Augustin) (en Rue Descartes 9/9, Albin Michel, 1993). A
través de esta correspondencia, el autor del articulo, quien también se inspira
en los trabajos de Pierre Legendre, analiza el entrecruzamiento de dos
tradiciones heterogéneas, la de una «concepción de la palabra basada en una
ontología imaginal» y la del «derecho romano», de la «ciencia del proceso», de
una «nueva elaboración de las nociones de prueba y de causa» (p 65).
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