Aunque era un día radiante —en el cielo azul un polvo dorado y resplandecientes haces de luz se derramaban como vino blanco sobre los Jardins Publiques— la señorita Brill estaba contenta de haberse puesto la estola. El aire estaba quieto, pero cuando uno abría la boca se sentía el aire helado, como el frío que uno siente antes de beber de un vaso de agua con hielo y cada tanto una hoja llegaba planeando desde quién sabe dónde, quizás desde el cielo. La señorita Brill se llevó la mano al cuello y tocó la piel de zorro. ¡Qué ternura! ¡Era tan grato sentirla otra vez! La había sacado de la caja esa misma tarde, le había sacudido el polvo enmohecido, le había dado una buena cepillada y devuelto la vida a los ojitos nublados. “¿Qué me ha pasado?” decían los ojitos tristes. ¡Ah!, ¡qué dulce verlos otra vez espiándola desde la colcha roja!, … pero la nariz, de un material negro, no estaba tan firme. Debía de haberse golpeado. No tenía importancia, un toque de lacre negro llegado el momento, cuando fuera absolutamente necesario… ¡ese pícaro!
Sí, lo sentía así. El pícaro se mordía la cola justo debajo de su oreja. Podía sacárselo, ponerlo sobre el regazo y acariciarlo. Sintió un hormigueo en las manos y los brazos, seguramente por la caminata. Y cuando respiraba, algo leve y triste, no, no exactamente triste, algo dulce se movía en su pecho.
Había una buena cantidad de gente esta tarde, mucho más que el domingo anterior. Y la orquesta sonaba más fuerte y alegre. Y todo porque la temporada había empezado. Porque aunque la orquesta tocaba todos los domingos del año, no era lo mismo fuera de temporada. Era como alguien que tocara solo para la familia, no importaba tanto cómo sonara a menos que lo escuchara también gente desconocida. ¿No llevaba el director una levita nueva? Estaba segura de que era nueva. Rascaba el piso con el pie y batía los brazos como un gallo a punto de cantar y los hombres de la orquesta, sentados bajo la glorieta verde, hinchaban los cachetes y resplandecían con la música. Ahora venía una parte de flauta, ¡qué bonita!, una breve cadena de gotas brillantes. Estaba segura de que se repetiría. Sí, ahí estaba de nuevo, levantó la cabeza y sonrió.
Solo dos personas compartían “su” banco: un anciano muy elegante que usaba un abrigo de terciopelo y tenía las manos unidas sobre la empuñadura de un gran bastón y una anciana robusta sentada muy erguida con un tejido sobre el delantal bordado. No hablaban. Lo que era una pena, ya que a la señorita Brill le encantaba escuchar conversaciones. Se había vuelto realmente una experta, pensaba, en escuchar como si no lo hiciera, en entrar por unos minutos en la vida de las personas que hablaban cerca de ella.
Espió a la anciana pareja de costado. Quizás se fueran pronto. El último domingo tampoco había sido muy interesante. Un caballero inglés y su esposa, él con un horrible sombrero panamá, ella con botas de botones. Y ella no dejaba de repetir que debía usar lentes, que sabía que los necesitaba, pero que tenerlos no sería para nada bueno; estaba segura de que se le iban a romper y que nunca se quedarían en su lugar. ¡Él tenía tanta paciencia! Había sugerido de todo: los de armazón dorado, los que se adaptaban bien a las orejas, los que tenían una almohadilla en el puente. Pero no, nada la conformaba. “Siempre se me van a estar resbalando por la nariz”. La señorita Brill hubiera querido darle un buen sacudón.
Los ancianos estaban sentados en el banco, quietos como estatuas. No importaba, había un montón de gente para mirar. Frente a los canteros y la glorieta de la orquesta, desfilaban de un lado a otro parejas y grupos que se detenían para saludar o comprarle ramos de flores al viejo mendigo que tenía la bandeja junto a las rejas. Los niños corrían entre la gente, agachándose como avioncitos cayendo en picada y riendo, pequeños con moños blancos de seda bajo la barbilla; las niñas, unas muñequitas francesas todas vestidas en terciopelo y encaje. Y a veces un pequeñito salía tambaleando de abajo de los árboles, se detenía, miraba hacia uno y otro lado y de pronto ¡plop! caía sentado, entonces una pequeña madre adoptiva, como gallina joven, corría a buscarlo y lo regañaba. Muchos se sentaban en los bancos y las sillas verdes, pero esos casi siempre eran los mismos, domingo tras domingo, y, la señorita Brill ya lo había notado antes, había algo curioso con respecto a todos ellos. Eran peculiares, silenciosos, casi todos viejos y por la manera de mirar, parecía que acababan de salir de pequeñas habitaciones oscuras o quizás… ¡quizás hasta de armarios!
Más allá de la rotonda, algunos árboles esbeltos con hojas amarillas que caían y tras ellos apenas una línea de mar y más allá el cielo azul con nubes de bordes dorados.
Ta-ta- taratatá, tata tá, taratatá, taaaa- tatá! Tocaba la orquesta.
Dos jovencitas de rojo caminaban y dos jóvenes soldados de azul se les unieron, las tomaron del brazo y riendo se alejaron en parejas. Dos campesinas con ridículos sombreros de paja, pasaron solemnes, tirando de unos preciosos burros grises. Una monja pálida y fría aceleró el paso. Una hermosa mujer tiró al piso su ramito de violetas y un niño corrió tras ella para alcanzárselo; ella lo tomó y lo volvió a tirar como si hubiera estado envenenado. ¡Santo Dios! ¡La señorita Brill no sabía si admirarla o no! Y ahora un gorro de armiño y un caballero de gris se encontraron justo frente a ella. Él era alto, rígido, circunspecto y ella usaba el gorro que había comprado cuando su pelo era rubio. Ahora, todo: su pelo, su cara, incluso sus ojos tenían el mismo color que el armiño gastado y dentro del fino guante su mano, que se elevó hasta tocar suavemente sus labios, era una pequeña garra macilenta. ¡Ah!, estaba tan contenta de verlo, ¡encantada! Imaginó que iban a encontrarse esa tarde. Ella describió todos los lugares en los que había estado; en todas partes, aquí, allá, a orillas del mar. El día era espléndido, ¿no le parecía? Y no querría, quizás…Pero él sacudió la cabeza, encendió un cigarrillo, lentamente le tiró una gran bocanada de humo en la cara y aunque ella todavía seguía hablando y riendo, tiró el fósforo y siguió caminando. El gorro de armiño quedó solo, ella sonrió más radiante que nunca. Pero hasta la orquesta parecía saber lo que sentía y tocó con más suavidad, con dulzura. Y el tambor redoblaba: “¡qué bruto!”, “¡qué bruto!” Una y otra vez. ¿Qué iba a hacer ella?, ¿qué pasaría ahora? Pero mientras la señorita Brill se lo preguntaba, el gorro de armiño se dio vuelta, levantó la mano como si hubiera visto de pronto a alguien más, alguien mucho mejor, ahí cerca y se alejó de prisa en su dirección. Entonces la orquesta cambió el ritmo y tocó más rápido y más alegre que nunca, y la pareja de ancianos se levantó del banco de la señorita Brill y se marchó y un viejo muy cómico de largos bigotes rengueó al ritmo de la música y casi cae atropellado por cuatro jovencitas que marchaban tomadas del brazo.
¡Ah, qué fascinante era todo! ¡Cómo lo disfrutaba! ¡Cómo adoraba sentarse allí y observar! Era como una obra de teatro. Exactamente eso. ¿Quién podría creer que ese cielo no era una pintura? Pero fue cuando el perrito marrón trotó solemne y luego se alejó, como un perro actor, como un perrito amaestrado, que la señorita Brill descubrió lo que era tan divertido. Todos estaban en el escenario. No eran solo el público, no solo miraban, estaban actuando. Incluso ella tenía un papel e iba cada domingo. Sin duda alguien lo habría notado si ella no hubiera ido. Ella también formaba parte de la función. ¡Qué extraño que no se le hubiera ocurrido nunca antes! Y sin embargo eso explicaba por qué era tan importante para ella ir todas las semanas a la misma hora —para no llegar tarde a la función—, y también explicaba por qué sentía cierta timidez de contar lo que hacía los domingos por la tarde a sus alumnos de inglés. ¡Con razón! La señorita Brill casi se ríe en voz alta. Ella estaba en el escenario. Entonces pensó en el anciano caballero inválido al que le leía el periódico cuatro veces a la semana mientras dormitaba en el jardín. Ya se había acostumbrado a su cabeza frágil sobre la almohada de algodón, los ojos vacíos, la boca abierta y la nariz filosa apuntando el cielo. Si hubiera estado muerto, no lo hubiera notado en semanas; tampoco le habría importado. Pero de pronto él supo que una actriz le había estado leyendo el diario. “¡Una actriz!”. La cabeza se alzó de pronto, dos chispas saltaron de los ojos viejos. “¿Eres actriz?”. Y la señorita Brill dobló con delicadeza el diario como si fuera el libreto con su parte y dijo amable: Sí, soy actriz desde hace mucho tiempo.
La orquesta había descansado y ahora comenzaba a tocar otra vez. Y la música era cálida, llena de luz, aunque también había algo frío… algo, ¿qué era?… no era tristeza, no, no era tristeza… era algo que daba ganas de cantar. El tono subía, subía, la luz brilló más y parecía que en cualquier momento todos ellos, la compañía entera iba a ponerse a cantar. Los jóvenes, los que reían y caminaban juntos empezarían y después las voces de los hombres, muy resueltas y valientes. Y ella, ella también y los demás en los bancos… entrarían, como una especie de acompañamiento… algo sutil, que apenas subía o bajaba, algo tan precioso…conmovedor… y los ojos de la señorita Brill se llenaron de lágrimas y miró sonriendo a los demás integrantes de la compañía. Sí, entendemos, entendemos, pensó, aunque lo que ellos entendían, ella no lo sabía.
Justo en ese momento un joven y una jovencita se sentaron donde antes había estado la pareja de ancianos. Estaban muy bien vestidos y estaban enamorados. El héroe y la heroína, por supuesto, recién bajados del barco de su padre. Y aún cantando sin sonido, todavía con la sonrisa temblando en los labios, la señorita Brill se preparó para escuchar.
—No, ahora no —dijo la chica—. Aquí no. No puedo.
—¿Pero por qué? ¿Por esa vieja estúpida del otro lado? — preguntó él—. ¿Para qué vendrá? ¿A quién le interesa? ¿Por qué no dejará su cara de idiota en casa?
—Es su es-tola, lo que me hace reír —dijo la chica con una risita—. Parece un pescado frito.
—¡Ah, basta con eso! —murmuró él enojado, y después—: Dime, ma petite chere…
—No, aquí no —dijo ella—. Todavía no.
Camino a casa, solía comprar una porción de torta de miel en la panadería. Era la concesión del domingo. A veces con la porción venía una almendra, a veces no. Eso lo cambiaba todo. Cuando venía la almendra, era como llevarse a casa un regalo— una sorpresa— porque bien podría no haber venido. Con la almendra del domingo caminaba más de prisa, y apenas llegaba prendía el fósforo para la pava.
Pero hoy siguió de largo, subió las escaleras, entró en la pequeña habitación oscura —la habitación como un armario— y se sentó sobre la colcha roja. Quedó así un largo tiempo. La caja donde guardaba la piel estaba sobre la cama. Desabrochó la piel rápido, muy rápido, sin mirarla, y la puso dentro. Pero cuando puso la tapa encima, creyó oir un sollozo.
Traducción de Magdalena Solari
Katherine Mansfield (1988-1923) nació en Nueva Zelanda y murió en París de tuberculosis a los treinta y cuatro años de edad. Aunque su vida fue demasiado corta, también fue muy intensa. Sus padres la mandaron a estudiar a Londres y cuando terminó el colegio no quiso volver a vivir a Nueva Zelanda. Era muy rebelde, tenía una pésima relación con su madre y la vida en Nueva Zelanda después de haber vivido en Londres le resultaba deprimente. Nunca pudo sentirse en casa en ninguna parte, aunque recordaba con nostalgia a su abuela y algunos momentos de su infancia. Vivió una vida bohemia, mudándose permanentemente de lugar. Se casó, se divorció, se volvió a casar, tuvo amoríos con hombres, con mujeres. Vivió más que nada en Londres, y breves períodos en Francia e Italia. Fue parte del grupo de Bloomsbury y amiga personal de D. H. Lawrence y de Virginia Woolf, quien en su diario confesó sentir celos de la escritura de Katherine. Llegó a ser reconocida en su época como una escritora de gran talento, como una voz novedosa y original. A su muerte llevaba publicados cinco libros de cuentos.
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