(Humor negro)
La mansión que ocupo durante la estación estival es vecina de una modesta casa
habitada por la más odiosa arpía de todo el litoral.
Viuda de un ingeniero de caminos al que hizo morir de pena, esta bruja unía a
la más sórdida avaricia un mal genio poco corriente, y todo ello bajo la
cobertura de una devoción llevada al exceso.
¡Murió, paz a sus cenizas!
¡Murió, y yo reía de gusto cuando la vi batir el aire con sus grandes brazos
esqueléticos y caer sobre el débil césped de su ridículo y excesivamente cuidado
jardincillo!
Porque asistí a su defunción; mejor dicho, fui su autor, y pienso que esa
pequeña aventura será siempre uno de mis mejores recuerdos.
Era preciso, por otra parte, que eso terminara así, pues tanto me obsesionaba
la sola idea de aquella arpía que había llegado a perder el sueño.
¡Horrible, horrible mujer!
Llegué a mi fúnebre resultado mediante un cierto número de bromas todas del
peor gusto, pero que, a fe mía, revelaban en su autor tanta astucia como
implacabilidad.
¿Desean un breve relato de mis maquinaciones?
Mi vecina tenía la locura de la jardinería: ninguna ensalada del país era
comparable a sus ensaladas, y en cuanto a sus fresales, eran todos tan hermosos
que daban ganas de arrodillarse delante de ellos.
Contra las malas hierbas, contra los malos insectos, contra los más voraces
gusanos, conocía y empleaba infatigablemente mil trucos de una temible
eficacia.
Su caza a los limacos era todo un poema, hubiera podido decir Copec de caer
sobre el país.
Convoqué a una miríada de mocosos (miríada es una manera de hablar) y
entregándoles a cada uno un saco…:
-¡Vamos -dije-, amiguitos míos, id por los caminos del campo, y traedme cuantos
caracoles encontréis! A la vuelta os esperan unas cuantas monedas.
Y mis golfos salieron de caza.
Les esperaban copiosas presas: jamás, en efecto, tantos caracoles habían
irisiado el paisaje.
Congregué a todos los moluscos en una inmensa caja bien cerrada. Donde fueron
irritados a ayunar durante más de un día.
Después de lo cual, en una radiante tarde de verano, solté ese ganado en el
jardín de la vieja.
La salida del sol iluminó inmediatamente un Waterloo.
De las lechugas, tiempo no tan florecientes, las achicorias y los fresales, no
quedaban más que los siniestros y mordisqueados nervios.
¡Ah, de no haber reído tanto, aquel espectáculo devastador me hubiese
consternado!
¡La arpía no creía lo que sus ojos veían!
Mientras tanto, llenos pero no hartos, mis babosas proseguían su obra de
aniquilación.
Desde mi pequeño observatorio, observaba cómo trepaban decididamente al asalto
de los perales.
…En aquel momento, la campana convocó a misa de diez. Mi vecina partió a contar
sus penas al buen Dios.
Seria fastidioso un relato detallado de las feroces bromas que infligí a la
mala mujer que me servía de vecina.
Pasaré en silencio los pedazos de carburo de calcio impuro que lanzaba al
pequeño estanque frente a su casa: la pluma humana no puede llegar a describir
el hedor a ajo que desprendía entonces su estúpido surtidor.
Y precisamente (detalle que supe más tarde y que me llenó de alegría) aquella
bruja sentía una aversión insuperable por el olor a ajo.
Al pie del muro que separa su jardín del mío, cultivaba una soberbia planta de
perejil. ¡Oh, el hermoso perejil!
A puñados, sin contarlas, inundé el arriate de semillas de cicuta, planta que
se parece mucho, hasta poder confundirse, con el perejil.
(Compadezco a los nuevos inquilinos del jardín, si no se dan cuenta de la
superchería)
Llegamos a las dos supremas bromas, la última de las cuales como ya he dicho
antes, provocó la defunción súbita de la horrible vieja.
A fuerza de estudiarla, me sabía al dedillo la forma de vida de nuestra arpía.
Levantando con el alba, inspeccionaba con mirada suspicaz los menores detalles
de su jardín, aplastaba una babosa por aquí, arrancaba una mala hierba por
allá.
Al primer toque de campana de misa de seis, la devota salía, y luego, cumplido
su deber religioso, regresaba y recogía del buzón el periódico La Croix, cuya
edificante lectura emprendía mientras sorbía un café con leche.
Entonces, una mañana, leyó cosas extrañas en su diario favorito. El editorial,
por ejemplo, comenzaba con la frase: «¡Nunca lograremos acabar con ese atajo de
vuestra majestad de ratas de sacristía!», y el resto del artículo seguía con el
mismo tono.
Después de lo cual se podía leer esta pequeña noticia:
«Aviso a nuestros lectores
»Nunca recomendaremos demasiadas preocupaciones a aquellos de nuestros lectores
que, por una u otra razón, se ven obligados a introducir eclesiásticos en su
domicilio.
»Así, el lunes pasado, el cura de Saint-Lucien, llamado por uno de sus
feligreses para administrarle los últimos sacramentos, consideró oportuno al
retirarse, llevarse el reloj de oro del moribundo y una docena de cubiertos de
plata.
»Este hecho está lejos de constituir un caso aislado, etc., etc.»
¡Y vaya con los sucesos!
Se contaba especialmente que el nuncio del Papa había sido detenido, la
víspera, en el baile del Moulin-Rouge, por embriaguez, alboroto público e insultos
a los gendarmes.
¡Curioso periódico!
¿Es preciso que añada que ese extraño órgano había sido redactado, compuesto,
linotipado y editado, no por damas como el periódico La Fronde, sino por su
seguro servidor, con la complicidad de un impresor amigo, cuya perfecta
complacencia en esta ocasión nunca podré elogiar bastante?
Una de las farsas que puedo recomendar con toda clase de garantías a mi
elegante clientela es la siguiente. No se destaca por su extrema
intelectualidad, ni por su exquisito tacto, pero su práctica procura a su autor
un intenso regocijo.
Claro está, no dejé de aplicarla a mi odiosa vecina.
Desde primera hora de la mañana, y a diversas horas del día, enviaba, firmadas
por la vieja y con su dirección, telegramas a personas habitando los rincones
más dispares de Francia.
Cada uno de esos telegramas, acompañado de una respuesta pagada, consistía en
una demanda de información sobre un tema diverso.
Difícilmente pueden hacerse una idea del estupor mezclado de horror que sentía
la vieja dama cada vez que el repartidor de telegramas le entregaba un sobre
azul donde aparecían las frases de la más desorbitada incongruencia.
Sucediendo de cerca a la lectura del número especial de La Croix, fabricado por
mí, aquellos telegramas llevaron a mi odiosa vecina a una alucinación muy
cómica.
Al final, se negó a recibir al cartero y llegó a amenazar al humilde
funcionario con recibirle a escobazos en el caso de que volviera a presentarse.
Instalado en la ventana de mi granero, y provisto de unos excelentes gemelos,
nunca me había reído tanto.
Y mientras tanto, llegó la noche,
Quería una buena costumbre que el gato de la buena mujer, un gran gato negro,
delgado pero imponente, deambulara por mi jardín tan pronto como caía el día.
Ayudado por mí sobrino (un muchacho que promete) no tardamos en capturar al
animal.
Y no menos prontamente le salpicamos copiosamente de sulfato de bario.
(El sulfato de bario es uno de los productos que tienen la propiedad de hacer
luminosos los objetos en la oscuridad. Se puede encontrar en todos los
comercios de productos químicos)
Era una noche opaca, una noche sin estrellas ni luna.
Inquieta al no ver regresar a su minino, la vieja gritaba:
-¡Polyte, Polyte! ¡Ven, mi pequeño Polyte!
(¡Vaya nombre para un gato!)
Bruscamente soltado por nosotros, ebrio de rabia y de miedo, Polyte huyó, saltó
el muro en menos tiempo del que necesito para escribirlo, y se precipitó hacia
su casa.
¿Han visto alguna vez aparecer un gato luminoso entre las tinieblas de la
noche?
Es un espectáculo que vale la pena, y por mi parte, nunca he visto otro más
fantástico. Era demasiado.
Oímos gritos, aullidos.
-¡Belcebú! ¡Belcebú! –vociferaba la vieja-. ¡Es Belcebú!
Luego le vimos soltar la vela que llevaba en la mano y caer sobre el césped. Cuando,
atraídos por sus gritos, los vecinos llegaron para levantarla, ya era demasiado
tarde: había dejado de tener vecina.
https://es.scribd.com/doc/228593435/Alphonse-Allais-Placer-de-Verano
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