jueves, 10 de septiembre de 2020

La visitante. A propósito de Obras Completas de María Luisa Bombal.

 


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Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1996. 456 págs.

Por Elvio E. Gandolfo
Publicado en revista V de Vian, N°28, Bs. Aires, agosto de 1997


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Cuando comencé a hacer esta sección, hace unos números, pensaba en tres libros argentinos por vez. Hasta ahora cumplí. Pero cuando se apilaron las cinco o seis novedades de argentinos (o más bien de editados y difundidos en Buenos Aires) tanto medio encubiertos como esperables (ya con un libro, ya con promoción previa, ya así: libros argentinos) del último par de meses, me ocurrió algo extraño. De pronto tuve un ataque de imposibilidad. Juro que los empezaba, y persistía: llegaba a la página 30, a la 40, incluso (agónicamente) a la 50... y dejaba.

A lo mejor era el calor, o «la» calor. Pero persistía. «Soy un profesional», me decía, con voz de Bogart. «No podrán conmigo». Pero pudieron: aprendí que no soy omnipotente. ¿Quién era yo para creerme más que los miles y hasta decenas de miles de personas que no leen libros de narrativa argentina, y sí novelas históricas, engendros yanquis de ricos y famosos, de amor y sexo y dinero? Había notas por ahí que contaban cómo los habían escrito, había páginas enteras sobre esos libros, había abundante gente conocida (otros lectores profesionales —de editoriales, de semanarios—, otros escritores, otros periodistas) que me decían «está bueno», acerca de cualquiera de ellos. Aunque, sospechosamente, cuando yo insistía decían haber leído «algunas páginas», o lo habían «estado hojeando» y casi siempre decían «parece bueno», con una mirada interrogativa, para ver si yo los había leído enteros, y entonces hacerlo ellos.

Detrás, en mi pasado, estaba la experiencia con aquel, otro libro: un libro cuya no-lectura se agrandó como una culpa oscura a lo largo de años, porque era de una amiga, había vendido mucho, le había gustado a otra gente... y que dejé de leer una y otra vez, con espacios intermitentes de semanas o meses, torturándome mentalmente mientras musitaba «no puedo, no puedo», a la vez que mi superyo insistía: «Tú puedes, tú puedes. Haz un esfuerzo». Pero no pude.

No quería que volviera a pasarme. Era una experiencia espantosa.

¿Por qué insistía? Porque no eran exactamente libros malos, que hasta suelen divertir, sino libros nada, que podrían ser buenos, pero no, aunque estaban los personajes, o está el Tema. Pero faltaba el lenguaje, el estilo, la atmósfera, ideas chifladas, arranques o frenadas. Algo así como si a una serie de computadoras muy entrenadas, muy lectoras profesionales, pero sin la menor idea real de cómo o qué es la noche, los boliches caros y los baratos, el tacto de un azulejo de baño, el ritmo musical de las palabras, una bombacha floreada y mojada por el rocío del amanecer en un alambre para ropa del suburbio, o de un edificio del centro, les hubieran encargado, después de un estudio de marketing, escribir una serie de libros no que se vendieran, sino que se publicaran.

Era como estar parado en una cola, con el mostrador lejos, sin que la cola avance. Una sensación muy poco atrayente. Así que al final me fui por la tangente y leí un libro muy bueno de una mujer que vivió en Argentina. Y que escribía, para decirlo gallegamente, pero que muy bien.


La chilena

En realidad María Luisa Bombal tenía una madre medio alemana, y un padre medio argentino. Nació en 1910 en Chile. Vivió y se educó en Francia, y escribió en francés. Volvió a Chile en 1931 y volvió a irse, a Buenos Aires, en 1933, donde escribió su primera novela (La última niebla) en la cocina del cónsul chileno de entonces, Pablo Neruda. Amó a un married man, y no fue amada. Apasionada, lo atacó a balazos (tres). Desorientada se casó con un pintor homosexual, Jorge Larco, del que se separó pronto (dos años), pero que le hizo conocer otros pintores, como el uruguayo Jorge Figari, que le contó cómo había empezado a pintar después de un escándalo que le hizo abandonar la vida de juez.

Escribió su segunda novela, La amortajada (la más célebre), después de discutirla en paseos nocturnos y conversados con Borges, que la comentó en la revista Sur (cuya editorial la imprimió). En las reuniones entraba con su largo pelo oscuro, pasaba junto a las mujeres, y se iba a conversar de cultura con los hombres, con las uñas pintadas de rojo. Incluso a Victoria Ocampo no le caía demasiado bien. «Nunca fui muy amiga», contó Bombal. «No me quería, yo creo, porque era yo tan distinta... Ella era tan solemne, tan gran señora y yo estaba en otra onda, como dicen ahora». En Buenos Aires le escribió un guión sentimental y melodramático a Luis Saslavsky para Libertad Lamarque: La casa del recuerdo. En 1941 volvió a Chile. Al fin encontró un equilibrio emotivo mínimo con (oigan bien) el conde Fal de Saint-Phalle, con quien se casó en 1944. Con un costo: se fue a vivir con él a Estados Unidos, donde se quedó casi tres décadas. Allí los editors aceptaron editarle La última niebla, pero si la hacía más larga... y más feliz. Y también La amortajada, también si la alargaba. Trabajó en publicidad, le compraron los derechos de filmación por mucho dinero... para nunca filmarle nada. Se malentendió de manera persistente y cruel con una hija, y volvió a Chile, a vivir en Viña del Mar. El golpe de Pinochet le pareció la salvación, vivía con la madre, se escribía con la madre o con gente que la admiraba en distintas partes del mundo, y esperó hasta la muerte un Premio Nacional que nunca le llegó.


El libro

Los datos son un poco desordenados. Porque la edición que hizo Lucía Guerra para Andrés Bello también es bastante errática. Nadie duda de que el maravilloso estilo y temática de Bombal es de mujer, porque ella lo era. Y como era sensible, y además muy inteligente, cuenta como pocas lo que siente una mujer. Pero Guerra insiste en colgarle numerosos sambenitos feministas o de adelantada feminista, aunque la materia y el sentimiento básico son violentamente bolerísticos, desesperados y desesperantes, de amores imposibles, matrimonios rebuscadamente aburridos y persecución de poderosas imaginaciones e imágenes personales. Además ella misma declaró: «No me inspiró para nada el feminismo porque nunca me importó. Sí leía mucho a Virginia Wolf porque sus conceptos los hacía novelas y no daba sermones

Ella tampoco. En La última niebla el corazón pulsátil es el acto físico y único con un ser varonil entre real e imaginario, con un empleo demoledor (que recuerda a Ballard) de la atmósfera neblinosa y del bosque. En La amortajada se adelanta muchos años a Rulfo en el empleo de una muerta que sigue percibiendo, y pensando en el pasado de sus seres cercanos, que rodean el cajón (marido, amante. hija. etc.). El tono es totalmente distinto al de Rulfo: durante buena parte importa más el pasado que el presente de la muerte, y es mucho más lineal, y lírica.

El prólogo de Guerra es muy confuso en el ordenamiento de los datos biográficos concretos: hay más teoría que prólogo. Por suerte se ocupó de recopilar testimonios y entrevistas (la mejor es la de Germán Ewart), cuentos (algunos muy buenos, como «Las islas nuevas» y «La historia de María Griselda»). cartas (donde se acentúa la soledad cuando pasa el tiempo), crónicas poéticas desparejas y notas periodísticas en general flojas (incluso un encuentro con Sherwood Anderson, desperdiciado por timidez). Para ser realmente completas, las obras completas de este volumen tendrían que incluir la traducción al castellano de la versión inglesa de La última niebla, que la propia Bombal se encargó una y otra vez de declarar muy distinta al original castellano. Y habría que ver si una biografía citada más de una vez (de Agata Gligo) aclara un poco más sobre esta mujer compleja. Porque aquí en este libro hermoso (buen papel, tapa símil empapelado color durazno) no hay fecha en que murió, ni índice prolijo, y falta algún que otro detalle (la dedicatoria del primer libro a Girondo y esposa, mencionado en una carta).

Hasta ahora una de las mejores fuentes es un artículo de José Bianco (recogido en Ficción y Reflexión, FCE, 1988), que fue su amigo, y que la recuerda llena de sentido del humor, sanamente desprejuiciada sobre su propia importancia («Algunas noches, cuando tomo La amortajada, quedo llena de alegría. Pienso: ¡Qué inteligente soy! ¡Cómo he podido escribir un libro tan bueno!»), forrada por un largo traje negro de seda, parecida a Barbara Stanwyck. Recuerda además que una noche Borges la visitó en su departamento, se golpeó contra una ventana, estuvo a punto de ser un amortajado y en vez de eso sobrevivió para escribir su primer cuento absolutamente borgiano.

A María Luisa Bombal no le interesaba Gide («No me hables de ese puto. Hablemos de personas más divertidas», le decía a Bianco). Fue fanática en la adolescencia de los escritores nórdicos, de Andersen (superfavorito), de Hamsun; de Francia la obsesionaba Merimée; en su segundo o tercer regreso a Argentina destacó a Norah Lange, a Gloria Alcorta, a Gudiño Kieffer (una especie de línea conservadora «soft»); la Hedda Gabler de Ibsen le parecía una imbécil («una teórica, una mandona, una mierda, una pedante que llegó a la muerte de puro teórica»).

No sé qué pensaría de los escritores argentinos de hoy. Estaría bueno oírla, porque hablaba (deslenguada vivaz, «verbal», personal) muy distinto de cómo escribía (dramática, geométrica, rítmica, ferozmente corregida por sí misma). En mi caso, prometo comentar tres libros argentinos, la próxima vez. Creo que podré, y uno (excelente, que terminé rápido) será de otra visitante: Anna Kazumi Stahl.



 

 

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Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1996. 456 págs.
Por Elvio E. Gandolfo
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