jueves, 11 de junio de 2015
"El falso autoestop" de Milan Kundera
Buenas noches. ¿Han jugado alguna vez con su chica a ser un desconocido? Esto es lo que les ocurrió a los protagonistas de esta historia. Ellos eran dos jóvenes enamorados. Llevaban un año de relación y estaban entregados el uno al otro. Él lo que más apreciaba de su chica era su pureza, algo que no entraba en otras mujeres que había conocido. Sin embargo ella, sufría porque notaba que le negaba algo; lo que da el amor superficial, el flirteo. Era una chica seria, pero no sabía ser ligera, y por eso sufría. El caso es que era su primer día de vacaciones y se dirigían en coche a los Montes Trata. De pronto, se estaban quedando sin gasolina pero pudieron llegar a la gasolinera más próxima. Y como a la chica los servicios le daban asco, se dirigió a un bosquecillo cercano y salió a esperarlo en la carretera mientras él repostaba. Cuando vio que se acercaba, le hizo señales como las que hacen los autoestopistas a los coches desconocidos. Al chico este detalle le encantó; disfrutaba cuando su chica estaba alegre. Y el joven, parando y bajando la ventanilla le dijo algo así:
- Vaya, parece que hoy estoy de suerte. En cinco años que llevo conduciendo, nunca había cogido a una autoestopista tan guapa.
Al principio él se empeñó en dedicarle zalamerías, pero eso no hizo más que avivar los celos de ella: veía cómo su chico se ligaba a una desconocida. Luego ella abandonó sus celos, y se aplicó en el papel de seductora experimentada. Y al desplegar sus encantos, se sentía sorprendida y encantada. Y él, por su parte, abandonó la galantería con que no quería más que halagar a su chica y se entregó al papel de hombre duro, dueño de si mismo y sarcástico. La vida de ficción, estaba atacando a la vida sin ficción, decidieron, seguir jugando a ser infieles.
Cuando llegaron a un cruce de caminos, él en vez de coger el que les llevaría a los Montes Trata, se dirigió a una ciudad desconocida. La verdad es que la habitación de los Tatra podía esperar hasta el día siguiente y no estaba mal celebrar el primer día de vacaciones con algo inesperado.
Y así, llegaron a una ciudad a esa desconocida, y mientras él resolvía el fastidio de la habitación, la chica le esperó en el coche. Pensó que otras mujeres con las que se encontraba en sus viajes de trabajo, también lo esperarían en el coche, como ella ahora. Y esa imagen no le produjo dolor. Ahora la mujer extraña era ella; y ser esa mujer indecente e irresponsable, que tantos celos le provocaba, le resultó hermoso. Les había ganado la mano a todas, se había apoderado de sus armas; le producía satisfacción darle a su chico lo que no había sabido darle: ligereza, informalidad, inmoralidad…
Y el juego continuó. Se sentaron en una mesa del restaurante del hotel y ella pidió para los dos una bebida dura: vodka. Él sentado cara a cara, notaba que no eran sólo las palabras las que hacían de su chica una persona diferente, sino que estaba cambiando por entero sus gestos, su mímica; todo le recordaba a ese tipo de mujer que conocía tan bien y que le producía verdadero rechazo.
Hubo más vodka con sifón. Y el joven estaba cada vez más irritado por lo bien que sabía ser esa mujer lasciva, ¿y si realmente lo era? Al abrir la jaula con la excusa del juego, ¿no estaba conociendo a la chica que en realidad es? La que estaba sentada frente a él no era una mujer extraña dentro del cuerpo de su chica; era su propia chica, nadie más que ella. Sentía un desagrado cada vez mayor. Y por otra parte, cuanto más dejaba de ser la chica que él conocía, más la deseaba físicamente. Tenía la sensación de ver hoy por primera vez el cuerpo de su chica.
A ella, sin embargo, como siempre tenía miedo de cada palabra que tenía que dar, de pronto se sentía completamente suelta. Esa vida ajena era una vida sin determinaciones biográficas, sin pasado, sin ataduras…; se sentía excepcionalmente libre. Sentía que tenía un buen cuerpo y no se avergonzaba de su hermosura, como antes.
El problema de este juego raro era que el joven no dejaba de ver en la autoestopista desconocida a su chica. La veía seducir a un hombre desconocido y tenía el paradójico honor de ser él mismo objeto de su infidelidad.
La conversación entre ellos se fue calentado y se dijeron barbaridades porque un medio borracho le hizo un comentario cuando ella volvía del servicio. Ella venía sintiendo cada uno de los movimientos de su cadera…:
“No me extraña tiene aspecto de furcia. No me molesta. ¡Debería haberse ido con él! Le tengo a usted. Puede irse después. Es que él, no me gusta. No creo que tenga inconveniente en estar una misma noche con más de uno. Si son guapos ¿por qué no?”
El juego les tenía atrapados y no podían salirse del tablero.
El chico estaba tan molesto que llamó al camarero, pagó la cuenta, y se dirigieron a la habitación. Tenía deseos de humillarla. No a la autoestopista, sino a su propia chica. El juego se había confundido con la vida. El joven se olvidó que estaban jugando. En la habitación, le dijo que se desnudara, y le tiró un billete de cincuenta. La chica lo abrazó y trató de llegar con su boca a la de él. Pero le puso los dedos en la boca y la apartó suavemente: “Sólo beso a las mujeres cuando las quiero.”
Nunca se había desnudado así. Estaba frente a él confiada, descarada, iluminada… En ese momento se dijo que el juego había terminado, que al quitarse la ropa se había quitado también el disfraz. Esbozó una sonrisa tímida y confusa para que él la interpretara, pero sólo veía el hermoso cuerpo extraño de su chica, a la que odiaba.
Ella quiso acercarse pero no la dejó. La obligó a que subiera a una mesilla que había junto a la pared para verla mejor. La chica hizo un gesto de suplica pero el joven le dijo: “Ya has cobrado.” Con lágrimas en los ojos se subió a la mesa. Y el joven incrementó su autoritarismo: la obligaba a que tomara distintas posturas, bailara, le decía palabras que ella nunca le había oído decir… Era grosero y lascivo. Ella le llamó por su nombre pero él le gritó que no tenía derecho a tratarlo con tanta confianza. Entonces, mientras bailaba, estuvo a punto de caerse. El chico la sostuvo en el aire y la arrastró a la cama. La penetró. Y pronto hubo dos cuerpos perfectamente fundidos, sensuales y ajenos. Ella sabía que había atravesado la frontera prohibida porque se movía sin protestar, participando. Más allá de la frontera, le horrorizó comprobar que nunca había sentido tal placer y tanto placer como esta vez.
Luego todo terminó. Él apagó la luz…, no deseaba ver la cara de la chica. Estaba acostado junto a ella de manera que sus cuerpos no se tocaran. Luego se oyó un suave gemido y a ella que le decía: “Yo soy yo, yo soy yo…” Él no dijo nada. Después el gemido se transformó en llanto y todavía tenían por delante trece días de vacaciones.
Buenas noches y muchas gracias.
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