jueves, 10 de junio de 2021

Cuentos de vecinos (del Blog: Cuentitos)

 

viernes, 5 de abril de 2013

101

Mi vecino del 101 está loco. No lo digo yo, sino los demás vecinos. Aseguran que cada mes compra un gato nuevo para apaciguar su soledad. Si los cálculos no les fallan, ya debería contar con cerca de veinticinco mininos destrozándole el apartamento. En honor a la verdad, yo no he visto ni un miserable gato, pero al pobre ya lo amenazaron con los defensores de animales si no se va con sus mascotas. Yo, la verdad, no sé por qué lo molestan tanto. Deberían preguntarle a los porteros. Ellos, en realidad, sí saben lo generoso que es. Yo mismo los he visto disfrutando encantados el caldo de sopa que les prepara con cierta periodicidad.

viernes, 14 de octubre de 2011

502

En el quinto piso de mi edificio, habita un fanático de la música. No me molesta, en serio. La verdad es que lo admiro: mi vecino del 502 canta cada día de acuerdo con su estado de ánimo. Y canta muy bien. Por eso me gusta tanto pasar al lado de su apartamento para saber cómo se encuentra. Hace unos meses, por ejemplo, cantaba nervioso ¡Oh, qué será! de Chico Buarque. A la semana siguiente, fue La bilirrubina de Juan Luis Guerra y luego lo escuché cantando La felicidad que se hizo famosa en la voz de ‘Palito’ Ortega. Sin embargo, su estado de ánimo decayó. Te olvidaré, nadie te amará como yo, lárgate y déjame eran algunas de las estrofas recurrentes que escuché durante las siguientes semanas. Desde que lo conozco, el ciclo siempre es el mismo. Días atrás, me topé con él de nuevo. Iba con una linda muchacha que no fue indiferente a mi mirada. Últimamente, he buscado canciones que hablen de venganza en contra algún vecino. Afortunadamente, aún no encuentro ninguna.

miércoles, 3 de agosto de 2011

601

Desde que murió la esposa del vecino del 601, dos años atrás, el hombre no ha hecho otra cosa que colgar los cuadros de su mujer por todo el apartamento. Lo que resulta insoportable es el método que emplea: un taladro eléctrico. El ruido es ensordecedor. Mañana, tarde y noche, el taratateo siempre interrumpe mi paz. Mis vecinos y yo lo hemos intentado todo: llamados de atención comunales, juntas extraordinarias, quejas con la policía, amenazas anónimas, pero nada ha funcionado.

Hace unos días, sin embargo, recibí una visita de mi madre, que no va nunca a mi casa, pero no ha hecho otra cosa que preguntarme por el viudo desde que se topó con él en el ascensor. Solo han pasado unas semanas, pero el sonido del famoso taladro dejó de escucharse y —para mi alegría— mi madre ha empezado a visitarme todos los días.

viernes, 1 de julio de 2011

204

Al segundo piso acaba de mudarse una jovencita que no ha llegado aún a la mayoría de edad. En más de un par de ocasiones nos hemos cruzado (para mi suerte o mi desgracia). Ella me mira con una picardía intolerable y yo, con un deseo que reprimo cada vez que recuerdo su edad. “Cuidado”, me repito cada vez que huelo su perfume impregnado por los pasillos o cuando me agita la mano con esa inocencia oculta de la adolescencia. Hace unos días me invitó a su apartamento para tomar una taza de café. Ese día, más que nunca, entendí a Nabokov.

viernes, 17 de junio de 2011

702

A mi vecino no le gusta la música que escucho. Lo entendería si estuviera escuchando algo mínimamente parecido a rock pesado o si la pusiera a todo volumen, pero no. Lo que argumenta el godo del 702 es que la música de cantautor, esa que tanto me gusta, es música de guerrillero. Hace días casi me rompe la puerta a golpes gritándome: “¡Izquierdista de mierda, ándate pa’l monte!”. La verdad es que sus opiniones me importan poco, pero si vuelve a interrumpirme en pleno verso de Yupanqui, voy a tener que desempolvar el fusil.

miércoles, 6 de abril de 2011

805

El edificio donde vivo tiene ocho pisos. En el 805, vive un enigmático personaje. Cada vez que salgo a trabajar, a eso de las siete de la mañana, el hombre se encuentra asomado a su ventanal. Cuando llego en la tarde, siete u ocho de la noche, el personaje sigue ahí, mirando por la ventana en la misma posición, como si el tiempo se hubiera detenido para él. A veces me preguntó qué es lo que hace, de qué vive, qué es lo que mira, a quién espera. Algunos dicen que el hombre se asoma para cronometrar la entrada y la salida de todos los vecinos, maquinando una serie de asesinatos con todos los que nos burlamos de su rutina. Esta mañana, como siempre, lo vi, pero en la noche, cuando llegué, dos patrullas de la policía cercaban el edificio, un par de forenses hablaban con el portero y el vecino no se asomaba por la ventana.

miércoles, 23 de marzo de 2011

105

Mi vecina del 105 tiene un trastorno mental. Desconozco cómo se llama o a qué se debe, pero con frecuencia, llega a mi apartamento, toca a la puerta y pregunta por ella misma. “¿Está Cecilita?”, dice hurgando con la mirada en la sala. Las primeras veces sencillamente optaba por decirle que estaba equivocada, pero con las repeticiones, hace poco decidí una respuesta contundente: “Señora, Cecilita murió hace años. Un vecino que no la soportaba la mató”. Desde ese momento, en lugar de ahuyentarla, ahora vuelve cada día a preguntarme cómo ocurrió el asesinato. Cada vez que viene, le adelanto un detalle de su futuro.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Portería

La seguridad de mi edificio depende de dos porteros que se turnan entre día y noche las labores de vigilancia. El del día se llama Vicente, un viejito petulante y olvidadizo que aún, después de tanto tiempo viviendo en este conjunto, me sigue preguntando a dónde me dirijo. El de la noche es Gerardo, un gordo bonachón, tierno y torpe que una vez llega a su puesto, toma una cobija de lana y se duerme en cuestión de segundos. El cuadro es patético: si llego en el día, tengo que anunciarme conmigo mismo para poder entrar a mi propio apartamento y si llego de noche, tengo que esperar afuera golpeando la ventana de portería como un loco para despertar al celador. Todos los años, sin falta, expongo mis razones para despedir al par de vigilantes, pero el tema que siempre sale a relucir es el de su liquidación, que es muy alta y que se requeriría de un aporte extraordinario de los propietarios para cumplir legalmente con el despido. Como suele suceder cuando se habla de dinero, todos los vecinos esconden la mano. Primero me voy yo de este edificio antes que ese par de incompetentes. ¡Malditos tacaños!

miércoles, 26 de enero de 2011

303

En el tercer piso del edificio vive una mujer con Bruce, un labrador ocre que no se le despega ni un segundo. Cada vez que me la encuentro, está al lado de su can, sacándolo al parque para que haga sus necesidades o jugando con él. En los doce años que llevo viviendo en este conjunto, jamás le he conocido a la señora pretendiente alguno. Siempre la veo con su perro de arriba abajo, de aquí para allá. Hace poco, una amiga vino a visitarme con su mascota, una labrador igual que Bruce. En el ascensor, nos encontramos con la vecina del 303 y la saludamos. Al ver el entusiasmo de Bruce con la perrita, mi amiga le propuso cruzarlos. Desde ese día —no sé por qué— la vecina dejó de hablarme.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

402

El fin de semana, los dueños del 402 salieron de vacaciones. Sin que nadie lo advirtiera, unos ladrones forzaron la puerta y vaciaron el apartamento. Ante la emergencia, el administrador del edificio convocó a junta extraordinaria para solicitar un aporte de los propietarios para reforzar la seguridad del conjunto. Todos pagamos movidos por la solidaridad y esperando que el hecho no se repitiera con ninguno de nosotros. Como la mayoría de los vecinos, estaba paranoico con el asunto del robo. Para relajarme, fui al casino. Mientras jugaba al Póker, vi al administrador a la distancia. Como buen chismoso, dejé mi juego, cambié las fichas y, sin que me viera, espié su suerte. Durante la noche, lo vi perdiendo su dinero en máquinas tragamonedas, carreras simuladas de caballos, juegos de cartas y, su resto, en la ruleta. Esta mañana, de nuevo, nos ha convocado a junta extraordinaria.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

104

Dicen las malaslenguas que la vecina del 104 es bruja. La del 501 dice que hechiza a los hombres con pociones mágicas y la del aseo, que la ha escuchado hablando en idiomas rarísimos con los gatos del conjunto. Los niños del edificio le tienen pánico. Cada vez que pasan cerquita del apartamento, prefieren correr y ni siquiera en Halloween se acercan a pedir dulces. Yo, la verdad, creo que todas son habladurías. Un par de veces me he topado con ella y siempre ha sido muy cortés conmigo. Me saluda por el nombre y me desea un buen día. Esta noche, incluso, me vio quejándome por una picada que tengo en el estómago desde hace unos días. Por eso me invitó a su apartamento para darme un agua de yerbas que —según ella— me podría sentar muy bien.
—¿Con azúcar…? —me pregunta desde la cocina.
—Una cucharadita, doña María.
Cuando sale, me entrega la taza.
—¿Hace cuánto vive solo, mijo? —me pregunta sentándose a mi lado.
—Un año —le digo probando el agüita.
No entiendo por qué le dicen bruja a una señora tan amable, tampoco por qué se ríe a carcajadas, ni, mucho menos, por qué todo se está desvaneciendo…

miércoles, 1 de diciembre de 2010

201

Desde hace unas semanas, cada vez que llego de mi trabajo, he escuchado llorar a mi vecina del 201. En lugar de preguntarle a ella, me decidí investigar con el portero. Entusiasmado por entablar una conversación con él, me contó que el hijo era un consagrado atletista de la Selección de Cundinamarca que entrenaba en las mañanas y que hace unos pocos días había fallecido de un infarto mientras corría. La historia me impresionó. Decidí entonces comprarle unas flores para presentarle mis condolencias. Cuando la visité, vi que tenía unas ojeras negras como el azabache y sus anteojos transparentes gruesísimos, empañados por el llanto. Me reconoció inmediatamente y me invitó a seguir. Luego me ofreció un café que yo acepté a pesar de que odio con vehemencia las bebidas calientes. Durante tres horas, la escuché contándome la historia de su hijo una y otra vez, rogándole a Dios que lo tuviera en su gloria. De paso, me agradeció la visita y las flores, que —según me dijo— regará con frecuencia. Salí de su apartamento y entré al mío. Me serví una Coca-Cola fría y pasé el trago amargo del café. Sin embargo, mientras veía televisión, escuché sus sollozos de nuevo. “No volveré a correr”, pensé. Me miré la barriga, la manoteé con orgullo y bebí mi gaseosa.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

803

A un piso arriba de mi apartamento, se acaba de mudar una pareja de recién casados. Las faenas se celebran en cualquier momento, así que, por más que quiera, me es imposible evitar los chirridos del colchón, los aplausos de las pieles y los gemidos de la esposa que, en ocasiones, parecen alaridos de dolor. En la noche, me es casi imposible concentrarme en mis lecturas, sumado a la depresión que me produce mi inapelable condición de soltero. Motivado por la envidia, he llevado a una de esas amigas que sólo exige que el sexo justifique la luna llena para ver si puedo ocasionar la misma molestia en los vecinos de arriba. Sin embargo, al día siguiente, el volumen del amor se hizo más fuerte que de costumbre. Entendiendo el mensaje, les declaro la guerra: noche tras noche, convoco compañeras, enemigas, ninfómanas, hadas, brujas, afroditas, locas, muñecas, prostitutas, náyades, cenicientas, sirenas y cualquier tipo de espécimen femenino que me contribuya a ganar la batalla del grito contra los pervertidos del 803. Durante cerca de tres meses, el combate ha sido a muerte, pero al fin los he vencido. Al menos, el sonido de esta noche es diferente… ¡Mierda…! ¡Son los del sexto piso!

miércoles, 17 de noviembre de 2010

308

Uno de mis vecinos, un médico que vive con su familia en el 308, sabe que dicto clases de Redacción y me ha contratado para darle lecciones de Ortografía a su hija que cursa noveno grado.
—Las agudas tienen el acento en la última sílaba —le indico a la jovencita—. Si terminan en ene, ese o vocal llevan tilde. Las graves llevan el acento en la penúltima sílaba. Se tildan si terminan en letras diferentes a ene, ese o vocal. Las esdrújulas llevan el acento en la antepenúltima sílaba. Todas, sin excepción, llevan tilde.
La joven adolescente me mira perpleja, toma su lápiz y detalla el ejercicio que le acabo de entregar. Con la otra mano, toma su bibí, como llama a su Blackberry, lo mira y envía un mensaje de texto pensando que no me doy cuenta. Acto seguido, escribe sobre la hoja y se rasca la cabeza. “Está renice”, me dice. Yo me percato de que no entiende ni jota al verla contando las sílabas para tildar y aplaudiendo para determinar el acento de los monosílabos.
—Me encanta el español, profe —dice mientras realiza su ejercicio.
—¿De verdad te gusta? —pregunto haciéndome el imbécil.
¡Of course! —dice sin chistar.

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